EL TIEMPO DE ESPERA COMO GOZO Y BENDICIÓN (Lc 12, 32-48)
La llamada-advertencia de Jesús a la vigilancia y a “estar alerta” ante la incertidumbre “del día y de la hora”, no es una recomendación a vivir presas de la ansiedad y en un inquietante insomnio, sino todo lo contrario: la invitación a poder dormir tranquilos sabiendo que nada puede alterar nuestro sueño ni provocarnos pesadillas, precisamente porque sabemos quién es Ése que se ha fiado de nosotros y a quién esperamos…
Es la invitación al gozo y entusiasmo por saber lo que Dios ha puesto en nuestras manos regalándonos la vida y saliéndonos al paso; y la llamada a la ilusión por cumplir la tarea que nos encarga con y en ella, y cuya única razón de ser es su voluntad de llevarla un día a plenitud, día incierto pero seguro, en el que culminará nuestra persona su provisionalidad, y lo que era “creación” llegará a ser “salvación”, cumplimiento de la promesa surgida del Amor absoluto y destinada a nuestra incorporación definitiva a su misterio.
Porque saber ver la realidad como creación de Dios, es experimentar la vida como promesa, como ese fuego interior misterioso e inasible, cautivador, y palpable sólo como futuro desbordante que se hace presencia y compañía en determinados momentos y personas, a través de las cuales el mismo Espíritu Santo nos habla, nos convoca y alienta, y nos funde en un abrazo divino inmerecido e inquebrantable.
Y cuando se descubre el gozo del Espíritu, cuando tras el primer momento de sorpresa, se experimenta que la vida es esa constante propuesta de Dios a nuestra persona a “dar gracias y vivir en el asombro”, uno ya no sabe vivir de otra manera, no puede existir ignorando ese horizonte, no quiere renunciar a ninguna de las promesas presentidas, cuya eclosión en nuestra conciencia profunda, en el continuo regocijo por el providencial regalo compartido, y en el futuro todavía lejano pero cierto (y presente desde que ya nunca más vivimos solos), nos hace accesible la propia trascendencia y nos otorga solemnemente la absoluta certeza de la definitividad de su cumplimiento. Y, con ello, todos los “dones y frutos del Espíritu Santo” son ya nuestros, y se traducen en responsabilidad y en el gozo de una espera ilusionada desbordante de alegría, de disponibilidad frente al prójimo, de comunión y servicio, de “sacramentalidad” compartida y proyectada hacia lo pleno y definitivo que debemos ansiar porque ya vivimos desde él.
Sin necesidad de más palabras, la arenga tranquilizadora y cariñosa de Jesús -“No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino”-, sólo puede tener como consecuencia para nosotros el saber vivir nuestra vida como una bendición de Dios, como un tiempo para aprender a disfrutar de su delicadeza, de la bondad y la ternura con que nos ha obsequiado, y que anima y fortalece nuestra persona como mediadora de su gracia. Es un inmenso e inconcebible regalo, una apasionante y gratificante aventura, y una responsabilidad asumida con entusiasmo, cuya aceptación y ejercicio nos inspira e impulsa el propio Espíritu Santo prometido y gratuitamente derramado… llevados por Él “estamos siempre alerta” agradecidos, felices y esperanzados…
Porque siguiendo fielmente a Jesús, la vida se convierte en anhelo de plenitud, en inicio del cumplimiento de promesas, en gozosa espera activa e ilusionada y en tiempo de bendición.
Todo lo contrario a la angustia existencial, a la resignación y el pesimismo, y al catastrofismo milenarista….
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