COMPLACER AL OTRO (Jn 21, 1-11)
Al igual que el relato conclusivo del evangelio de Juan fantasea claramente en torno a “pesca milagrosa”, apariciones de Jesús resucitado, y actitud de los discípulos; quiero yo también leer con fantasía el pasaje, poniéndolo en paralelo precisamente con ese mismo milagro (u otro similar, porque no se trata ahora de análisis exegéticos o de hermeneútica evangélica…), tal como nos lo presenta el evangelio de Lucas no en el tiempo de su resurrección, sino en la propia vida de Jesús (Lc 5, 1-11).
En el evangelio de Lucas Jesús, ya popular y conocido por quienes más tarde llamará a ser sus apóstoles, sube a la barca de Simón y, después de instruir y predicar “a la multitud”, le pide que reme mar adentro y eche las redes para pescar. Pedro (empecemos a fantasear…), fatigado y decepcionado tras una dura jornada nocturna, se molesta y le expresa su contrariedad y su desacuerdo, quizás en un tono no muy brusco por educación y respeto, pero evidentemente mostrando su malestar y con el disgusto de quien conoce bien su trabajo, ha estado “toda la noche bregando”, empleándose a conciencia en él, y sabe ya lo poco propicio del momento; y más aún, conscientes, como son todos, de que Jesús es un completo profano en la materia, e ignora los modos y tareas de la pesca… Pero se siente forzado debido a la autoridad de Jesús…
Ante esta “orden” del Maestro podemos imaginar un doble sentimiento en Pedro y sus compañeros, junto al incomodo que les produce la petición: por un lado querrían “dar una lección” a éste y que se percate de su ignorancia al respecto, en contraste con el conocimiento que ellos tienen de su oficio; y, por otro, sienten realmente esa autoridad suya, y además le tienen aprecio y admiración, y les gustaría equivocarse, para así, aunque sea “por suerte” (o por milagro), disponer de una buena redada… Acceden, pues, a volver a echar las redes, y tal vez, incluso consideran la posibilidad del milagro, dado que ese Jesús se les ha mostrado ya como un verdadero taumaturgo. Por otro lado, han pasado ya unas horas, y aunque la experiencia dice que durante el día es difícil, no es imposible… Vuelven así a su quehacer profesional, a instancias de Jesús, a regañadientes y obligados, podríamos decir que “sin confianza, pero con cierta esperanza”… En cualquier caso, algo van a “ganar”: sea una sonrisa maliciosa de superioridad frente al “Maestro”, sea una “pesca milagrosa” digna de agradecer y ventajosa… A pesar del esfuerzo y de la escasa probabilidad es una buena inversión: echemos de nuevo las redes…
La escena cambia completamente en el evangelio de Juan. Jesús ha sido crucificado, muerto y sepultado. Nadie lo identifica. También ahora han pasado la noche intentando pescar sin conseguirlo y están fatigados, derrotados y cansados… Pero siguen allí, intentándolo. Y un desconocido, con pinta de señorito que va a pasear por la playa, les dice lo más absurdo y chocante que pueden escuchar en semejante trance: ¡que echen la red por el otro lado!… como si la barca estuviera en una línea divisoria invisible que separara en el lago el territorio de los peces del resto del agua y ellos se hubieran equivocado de lado… ¡o hay peces o no los hay!, pero que estén todos jugando al escondite es ridículo… Tal vez se acuerdan de que una vez, en vida de Jesús, éste les pidió insistir y pescaron en abundancia; pero entonces habían pasado ya unas horas, además Jesús hacía milagros, y, aunque raro, resultaba posible; en cambio ahora estamos en plena faena, y se trata de un «turista» sin ningún crédito… Entonces no hubo confianza, pero había esperanza; ahora, sin embargo no puede haber ni la una ni la otra…
Pero, sea como sea, ante ese recuerdo que les hace presente lo vivido con Jesús, ahora muerto y sepultado, se les escapa una sonrisa amistosa, cariñosa y nostálgica, bondadosa y complaciente… y con docilidad y mansedumbre, como queriendo hacerle un favor a un extraño que les pide delicadamente algo, echan las redes por el lado derecho… La actitud de disgusto y contrariedad de aquella primera ocasión, sintiéndose forzados a volverlo a intentar, se ha convertido ahora en complacencia y ternura para mostrar simpatía y delicadeza con un extraño, parece que no les cuesta ser amables…
¿Fantasía? Tal vez resulte algo ocioso decirlo; pero, de cualquier modo, es preciso constatar que el trato con ese Jesús misterioso, más tarde crucificado y resucitado, nos cambia sin saberlo, sin siquiera apercibirnos claramente de ello. En la primera pesca milagrosa, en vida de Jesús, su propuesta merece (con todos los respetos) una respuesta desabrida y brusca a alguien apreciado y conocido que pretende darnos lecciones sobre técnicas y circunstancias propicias para tener éxito en nuestro experimentado oficio, que él nunca ha practicado; eso sí, con la secreta esperanza de que hay un mínimo de posibilidades… Pero tras la muerte en la cruz, a pesar de la aparente vuelta a la normalidad (volvemos a nuestro oficio, a lo que conocemos, a la pesca), hemos cambiado de actitud personal sin saberlo: ante parecida propuesta de un profano, y esta vez desconocido y ajeno a nuestra vida, y sin el más mínimo atisbo de esperanza o posibilidad en su absurda indicación (simplemente echar las redes del otro lado…), nos mostramos complacientes y sin reproche alguno, nos sometemos con docilidad, nos hemos revestido de la mansedumbre que el propio Jesús predicaba y practicaba… Nos sentimos felices de satisfacer al prójimo, sin importarnos ya la renuncia a nuestras propias decisiones…
¿Demasiada e inútil fantasía? De lo que no me cabe ninguna duda es de que el paso de Jesús por la vida de cualquiera de nosotros, de cualquier persona abierta y sensible a la alegría y la generosidad del compartir, a la bondad y el gozo de la comunión, a esa forma divina de vivir que él encarna, y que nos descubre un universo nuevo e infinito, nos transforma y deja su huella en nosotros, a pesar de que lo ignoremos, seamos incapaces de percibirlo o incluso creamos que “nada ha cambiado”. Y precisamente esa huella o sello de Jesús en nuestra persona y en nuestra vida (repito: incluso si es imperceptible en apariencia), al ponerse en marcha, al contagiarnos su espíritu, es lo que nos hace posible identificar al resucitado, caer en la cuenta de que ese cambio es real, que solamente tenemos que “dejarnos llevar”…
En síntesis: sólo descubre el horizonte nuevo y real de la resurrección de Jesús, quien en lugar de reproches complace al prójimo… pero esa misma disponibilidad y mansedumbre es el propio Jesús con su cercanía y entrega quien la hace posible… y eso hemos de saberlo…
Y, por otro lado, que la caricia de Dios a la humanidad a través de Jesucristo, la ha dejado tocada y ha supuesto la infusión imperceptible de algo nuevo y definitivo, que se hace eficaz en la aceptación y la confianza, en la sonrisa complaciente y la ayuda desinteresada, en la complacencia y la hospitalidad incondicional y generosa, en la delicadeza y la mansedumbre, en la llamada a la comunión y a la unidad como horizonte humano, no es ninguna fantasía…
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