PASCUA: VIVIR PARA MORIR, MORIR PARA VIVIR
Que, en resumidas cuentas, el aparente único objetivo de nuestra vida es llegar al momento de la muerte, es algo que toda persona sabe desde que tiene uso de razón y es capaz de asumir una identidad personal, cuya consciencia le sumerge más o menos profunda e intencionadamente en el misterio de la vida.
La trayectoria y transcurso de esa existencia que vamos desarrollando con la intensidad y pasión que cada uno decide poner en ella; y los objetivos y metas que nos proponemos asumiendo nuestros límites irrebasables, siendo conscientes de nuestra fragilidad, y sabiendo (por nobles y gratificantes que sean nuestros proyectos vitales y nuestras pretensiones) lo efímero e insignificante de nuestro esfuerzo, de nuestro ser individual, así como lo relativo de cualquier proyecto humano, nos muestran con toda claridad y contundencia que, como decía el poeta: “…lo nuestro es pasar”…
Cuando miramos, pues, hacia el futuro, no podemos sustraernos a considerar como perspectiva ineludible nuestro último momento sensible: el de la muerte; y sabemos, además, que su llegada (o mejor: el que lleguemos a ella) es, en principio, completamente impredecible en su cuándo y cómo.
Para una persona honrada y sencilla, sincera y amante de la verdad, sin pretensiones de grandeza ni vanas ilusiones, lúcida y sin quimeras, la muerte nunca puede considerarse con dramatismo desmedido ni con sentimiento trágico; sino como “momento último”, como referencia de sensatez, de humildad, de agradecimiento y alegría por la vida no a causa de su longevidad; sino porque, más larga o más breve, constituye siempre ocasión de gozo, de encuentro, de compartir y celebrar, de acompañarse mutuamente en el cariño, la paciencia, la alegría y el amor durante el trayecto, siempre limitado, que se nos ha concedido recorrer. Pero, precisamente por ello, nos abre a un horizonte de interrogantes e ilusiones.
Es completamente cierto que nuestra vida es siempre proyecto, y que se nutre y alimenta del futuro, aunque nuestra mente tienda a considerarla como una mera sucesión de causas y efectos, de modo determinista y según una cadena lógica y científica. Porque en cualquier decisión realmente libre y personal, y que nos compromete, en cualquier opción que busca y pretende “dar sentido a nuestra vida” y marcar nuestro itinerario y nuestra trayectoria, hay siempre un anticipo de totalidad, de la plenitud que deseamos como culminación de ella, y eso sólo podemos hacerlo desde una dinámica proyectiva, de carácter anticipativo o proléptico: hay una promesa ya incoada, una perspectiva de esperanza, un incontenible “principio de utopía”…
Precisamente el ser conscientes de eso, de ese “carácter anticipativo” que otorga perspectiva de plenitud y cumplimiento a nuestra provisionalidad y a lo efímero de nuestra materialidad, implica que, aunque “vivamos para morir”, la muerte no es sino acontecimiento exigido para poder vivir: “hay que morir para vivir”, porque la promesa y utopía de sentido es imposible en las condiciones de “este mundo nuestro”.
Y es ahí donde se inscribe el mensaje y la fe pascual cristiana, la razón de que la vida de Jesús sea determinante para nuestra valoración del mundo, de la realidad y de nuestra propia persona. Lo que celebramos y anunciamos los cristianos es que ese hombre, Jesús, nos ha dado acceso a lo definitivo presentido, que se inaugura solamente con y a través de la muerte, porque nos ha revelado no sólo con “palabras de vida eterna”, sino con la experiencia de su propia vida humana, personal y libre, un talante, una forma de vivir, que ni elude la muerte ni la considera maldición o tragedia, ni la ve como aniquilación y motivo de tristeza, desesperación o mera resignación; sino como la única posibilidad de llegar a vivir, de alcanzar un día, precisamente en el declinar y la claudicación de nuestra realidad física y mortal (e incluso cuando nos es violentamente arrebatada), lo proyectado, ansiado, vislumbrado y deseado desde lo más profundo de nuestra conciencia y de nuestra persona. Él, con su resurrección, nos lo ha hecho definitivamente perceptible.
Vivir para morir es experiencia nuestra y nos humaniza, porque debe ser siempre llamada a la sensatez y a la coherencia, a la relatividad propia y a la solidaridad y el compartir, a la serenidad y a la confianza, a la gratitud y al gozo de trabajar por un mundo mejor, por llegar a ser “comunidad de personas” en esta sociedad humana.
Morir para vivir es experiencia definitiva de Jesús resucitado y nos diviniza, al hacer posible y plena la esperanza; pues ratifica nuestro deseo más profundo e íntimo, y sin anular (porque eso es imposible y nos rebajaría a lo inhumano), el aura de misterio en que vivimos, lo sitúa en su verdad, revela su insondable y eterna dicha, comienza a hacernos realmente presente y accesible el futuro y la necesaria utopía, el final y lo definitivo.
Por eso celebrar la resurrección de Jesús, no es sólo transmitir una noticia, sino compartir felices un futuro y expresar nuestro deseo: ¡FELIZ PASCUA!
Deja tu comentario