UNA PARÁBOLA INAGOTABLE (Lc 15, 11-32)
La parábola de san Lucas, que hemos venido en llamar de diferentes maneras: “del hijo pródigo”, “del hijo perdido”, “del padre misericordioso”… es una de las narraciones considerada por muchos una cumbre literaria y evangélica difícil de superar en expresividad, belleza y profundidad; y condensa de modo tan delicado e impactante el mensaje de Jesús, que resulta inagotable en todos sus detalles.
El desengaño, la angustia y la profunda decepción causada por el rechazo y alejamiento de un hijo a quien se ama entrañablemente, y al que se le han prodigado cuidados y desvelos, constituyendo el gozo y la alegría de la vida, la esperanza y proyección de tantos deseos e ilusiones, y ese profundo cariño que nos mueve a necesitar “vivir para él”… sume al buen padre en una tristeza infinita y en una existencia herida e inconsolable. Y el rechazo y distanciamiento del otro hijo, que no es menor, se mueve en parámetros parejos. Circunstancias similares, aunque evidentemente con distintos matices, tal vez se den en nuestra propia vida; y sin los matices dramáticos de la parábola, es probable que pocas personas queden exentas de sufrir en el transcurso de su vida decepciones, e incluso afrentas o rechazo con un tinte de desprecio o alejamiento, por parte de aquéllos a quienes hasta ese momento se consideraba amigos o seres queridos y entrañables.
Pero creo que una buena parte del poder seductor de la parábola lo constituye el que cualquiera de nosotros se ve reflejado en los tres personajes que aparecen: la experiencia del padre, como la del “hijo pródigo” y la del “hijo sumiso”, forman parte de nuestra propia identidad y de las actitudes de nuestra vida en su reacción a las diversas circunstancias que nos acontecen. Y, como ello es así, últimamente tenemos la tendencia a resaltar nuestra identificación con “el hermano mayor”; desplazando la tradicional atención a la llamada al arrepentimiento sincero y valiente del “hijo menor”, y a la indulgencia y bondad del padre (siempre manifiesta y patente), resaltando la consideración de lo fuertemente arraigado que está en nosotros el sentimiento de autojustificación, de autoestima y egocentrismo, y de victimismo, con sus secuelas de pretensión de inocencia, de juicio y condena ajena, y de negación de misericordia y exigencia de “castigo justo”… Yo me voy a limitar a unos apuntes desordenados sugeridos por la parábola.
Como las dos parábolas inmediatamente anteriores que nos relata san Lucas, ésta nos habla del gozo de “encontrar lo perdido”; pero aquí la alegría por recobrar lo perdido es llevada a su más alto nivel (existencial, profundo, de plenitud rebosante e incontenible) porque se trata no de un objeto valioso o de una oveja a la que se mira con delicadeza, sino de “la persona querida” y cuidada: añorada como compañía insustituible, vinculada a la propia vida como hijo por la convivencia y el cariño entrañables, en comunión con nosotros…
Hay una huida egoísta y cruel de todo eso por parte de los dos hermanos, cada uno a su manera… Abandono y hartazgo de vivir en comunión, y endiosamiento; mi iré allá donde no tenga que dar cuentas a nadie, donde sea señor de súbditos y no persona, repudio de la mansedumbre y la ternura compartidas y enriquecedoras… O, en el otro extremo: rechazo vengativo del gozo y de “la alegría por el hermano”, no “hacer fiesta de él”, debido al egocentrismo, el recelo, la desconfianza… el deseo de “condenar al pecador” y que pague, la consideración de la vida como rivalidad y competencia… nunca hubo cariño, sino resabio y frialdad… nunca se compartió y vivió en comunión con el padre y el hermano… ¿acaso cuidó con mayor delicadeza al padre consolándole por el descarrío y la marcha del hijo, su hermano?… en lugar de eso hay reproche injustificado y un “pedir cuentas”…la vida como ley intransigente y no como amor enriquecedor y liberador…
El hijo menor vuelve al padre… el mayor es el que ahora se aleja y se va, ya no quiere entrar en casa…
El padre sale a esperar ansiosamente al menor, y sale a buscar comprensivamente al mayor…
El menor reconoce y confiesa: “ya no merezco llamarme hijo tuyo”… el mayor suscribe esas palabras que el padre no puede aceptar porque nunca serán verdad mientras él sea padre… pero ¿es que el mayor “merece llamarse hijo suyo”?… La proximidad es idéntica a la lejanía cuando no hay un corazón que vibre y destile amor y confianza…
La iniciativa para alejarse del padre es, en ambos casos, de los hijos… pero la voluntad para acercarse a ellos y rehacer la comunión es siempre del padre…
¡Cuántos reproches a Dios porque perdona!… ¿Cómo has podido perdonar “a ese hijo tuyo”…? ¿Cómo Dios nos afrenta de ese modo, sin tener en cuenta nuestra irreprochable obediencia? Después de condenar al hermano, nos atrevemos a juzgar y menospreciar al padre, a desautorizar su perdón, simplemente porque es bueno, demasiado bueno… siempre lo ha sido… también con nosotros, pero no nos hemos dado cuenta nunca, cegados por nuestro yo…
Cuando salga a buscarnos también a nosotros, ¿nos habremos dado cuenta de que tampoco nosotros “merecemos que nos llame hijos suyos…? ¿tendremos la sinceridad y el ánimo para “volver a entrar en casa”, y alegrarnos del gratuito y necesario perdón propio y ajeno?…
Vivir desde la necesidad de la bondad y del perdón, haciendo de ellos el único horizonte de nuestra alegría y de nuestra esperanza, de nuestro amor humano y divino…
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