¿UNO “COMO NOSOTROS”? (Lc 3, 15-22)
Pongo el interrogante para permitirme subrayar con mayor énfasis y contundencia la negativa: Jesús no es “uno como nosotros”, como si quisiéramos hablar de semejanza perfecta, de un parecido indistinguible gracias al inimaginable poder divino absoluto para poder adoptar nuestro pelaje humano de modo tan perfecto que resulte imposible percatarse de que bajo ese ropaje hay una persona divina. Ni tampoco es, permitáseme la aparente irreverencia de aplicar al caso un cuento de mi infancia ya lejana, “el del lobo que se convirtió en cerdito”, el cual a fuerza de ir re-creando su identidad enriqueciéndola con las características de la naturaleza porcina al tiempo que renunciando a las suyas propias lupinas para conseguir su objetivo, llega al extremo de transformar su personalidad e identidad carnicera homicida en inocencia sonrosada… Jesús tampoco es un dios transmutado en hombre.
No: Jesús no es “uno como nosotros”. Jesús “es uno de nosotros”. No hay similitud ni transformación, sino identidad propia humana: ése es el misterio de la encarnación. Hasta tal punto que nadie percibe ni imagina, ni nadie puede suponer o incluso aceptar, que en él ha llegado el mismo ser divino a hacerse materia física, carne humana, persona no autosuficiente (tal como torpemente entendemos a Dios) sino menesterosa y necesitada de los demás (tal como cualquier humano llega a ser él mismo).
Cuando Jesús, uno más entre el pueblo que escuchaba y seguía al Bautista, es bautizado por Juan, nadie sospecha en él “algo personal divino”, algo que lo señale como un hombre especial; mucho menos, que se trate del mismo Dios en persona, encarnado en uno de nosotros.
Jesús es tan “uno de los nuestros”, que su divinidad es materialmente imperceptible, y el propio Bautista, que lo está anunciando a la gente “en futuro” como Mesías sin saberlo, es incapaz de identificarlo. El único que puede reconocer como Dios a un hombre, a este Jesús de Nazaret, es el propio Dios: el Padre y el Espíritu Santo, que no dejan de estar misteriosamente unidos al Hijo, culminando así el abismo divino…
Si el misterio de la Epifanía (la verdadera celebración y solemnidad navideña) es el de la manifestación de Dios en su Hijo, revelándonos así que decidirse a ser hombre, encarnarse y nacer como cualquiera de nosotros, llegando a ser persona humana, no es un alarde de poder ni un afán de exhibicionismo; el Bautismo de Jesús es, desde la perspectiva de los evangelistas, el momento culminante de ese ser humano que es Dios encarnado: el de la madurez personal de su autoconciencia humana, forzosamente coincidente (en lo que implica de asunción plena de sí mismo y de decisión vital definitiva, lo que llamamos vocación en su sentido más pleno) con la ratificación del cumplimiento del proyecto encarnacionista divino: ahora ya hay aquí un hombre en plenitud, Jesús se ha decidido irrevocablemente escuchando a Juan Bautista. Y haber llegado a la madurez para, a partir de ahí, emprender ya y de motu proprio la aventura de su vida; siguiendo esa dinámica epifánica de la voluntad divina, requiere el signo de lo alto, la luz y resplandor que lo refrende (aunque sea imperceptible en el momento y sólo reconocible a posteriori), la estrella que pueda guiar a quien lo reconozca y quiera seguirlo “más tarde”: “Ahí está el Hijo amado…”
Y no hay más: las epifanías son para mostrar lo indemostrable, para atisbar deslumbrados un horizonte extraño… y sólo llegar a captarlas plenamente cuando ya han pasado… Como todo el evangelio, sabemos leerlas más tarde como un signo, como una señal ahora inconfundible, como inicio de algo que en su momento no apercibimos pero ahora desciframos… Porque únicamente sabemos leer los “signos” de Dios en mirada retrospectiva; siéndonos casi imposible percibir en su momento la densidad que encierran, a pesar de generar en nosotros perplejidad, inquietud, o simple extrañeza. Sólo la experiencia vivida nos permite, en segunda instancia, “comprender” esos destellos “de lo alto”.
No me cabe ninguna duda de que el Bautismo de Jesús no fue lo espectacular y milagroso que presentan Lucas o los otros evangelistas; pero tampoco dudo en absoluto de que hubiera un signo inconfundible, que pasaría desapercibido como tal entonces, de Trinidad cómplice con el propio Jesús en la trayectoria que desde ese momento un hombre ya “llegado a ser sí mismo”, como llegamos todos a nuestra madurez al decidir “el que” seremos en fidelidad a “lo que” somos, para así ser quienes hemos de ser (tarea siempre de futuro), había decidido con publicidad, con absoluta profundidad y con total responsabilidad y libertad.
Lo que hasta ese instante era posibilidad se convierte en hecho real; la potencia en acto; la promesa en cumplimiento: ese hombre Jesús, uno de nosotros, uno de tantos, ha fijado a su persona y a su vida su propio objetivo y su orientación, su identidad humana; como toda persona se ha marcado el sentido y fin de ella asumiéndolo con libertad y proponiéndose cumplirlo para afirmar y llegar a ser su propia identidad en proceso. Y esa afirmación de su identidad, y del libre y voluntario proyecto que es su vida, la va a llevar adelante (y eso sí a diferencia de nosotros, vacilantes, débiles, llenos de infidelidades y de dudas, de desánimo e incluso de claudicación ante las dificultades que implica aquello que es el sentido de nuestra aventura de vivir) de modo impecable, absolutamente fiel e irrevocable.
Y solamente hay alguien que lo percibe, lo sabe y lo señala y ratifica como lo que va a ser ese horizonte vital personificado por Jesús: cumplimiento de lo anunciado por Dios desde el origen y la génesis de la vida y de la historia: salvación, evangelio, llegada de su Reino… Y ese “alguien” sólo puede ser el propio Dios, en su misterio trinitario, cuya promesa apuntaba a un futuro, todavía no hecho presente sino como propuesta: propuesta a la humanidad en Adán, propuesta a un pueblo en Abraham, propuesta al resto fiel en María, propuesta al propio Jesús nacido y todavía “proyecto de hombre”… hasta que al afirmar su personalidad, ejerciendo señeramente su libertad, ese atributo divino implantado en lo humano, y mediante el cual, en ese aquí y ahora de su Bautismo, comienza el cumplimiento ya e irreversible de las promesas.
Porque las teofanías del Nacimiento de Jesús nos decían que con este Niño “había futuro” para la humanidad, si él decidía hacerlo suyo… La de su Bautismo nos señala que ya lo ha decidido y “el futuro ha comenzado”…
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