ALGO MÁS, PERO IMPOSIBLE (Mc 10, 17-30)
El evangelio siempre nos habla de “algo más”… Nos propone un “extra”, que además parece algo imposible, que sólo se resuelve en el terreno de la utopía. Afirmar que “es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los Cielos”, es tanto como decir, tal como hace el propio Jesús para corroborarlo con toda contundencia, que “es imposible para el hombre…”. Solamente hay un “pero” que hace posible ese “algo más” imposible: “…no para Dios; Dios lo puede todo”… Y lo que Dios puede no es hacer más grande el ojo de la aguja o llevar el camello a Liliput; sino, simplemente, celebrar y acoger el reconocimiento humilde de nuestra impotencia y dejarnos entrar sin condiciones… es decir, ejercer su misericordia y su bondad, perdonar nuestra miseria e incorporarnos a su propia vida para que al descubrirla y gozarla olvidemos y descartemos nuestro pensar egocéntrico y mezquino.
Porque Jesús no habla de riquezas mal adquiridas, de corrupción y fraudes, de robos y explotación de empresarios desalmados, de banqueros sin escrúpulos o ilustres hipócritas blanqueando dinero o buscando paraísos fiscales para ocultar sus ganancias… No. Jesús habla de la simple riqueza nuestra, legítimamente adquirida con el trabajo, el esfuerzo y la dedicación sacrificada de una vida exigente. Tan legítima, que hemos podido lograrla sin dejar de ser fieles y ejemplares cumplidores de sus leyes, piadosos y devotos hasta el punto de no conformarnos con nuestro “ser cristianos y practicantes”, sino dirigirnos a él para “ser aún mejores”; de ahí que acudamos a preguntarle con interés, ya que en él descubrimos una luz del misterio divino, que alumbra más allá de lo que hemos percibido y practicado como creyentes… Y tras su tajante respuesta, tal vez quedamos desconcertados y completamente decepcionados: esperábamos que nos hablara de “cantidad”, de cosas a hacer; y él nos habla de “calidad”, de forma de vivir… “dichosos los pobres, porque de ellos es el Reino de los cielos”…
Nuestra imposibilidad radical al respecto es, sin duda, la del egocentrismo, porque ser yo el protagonista de mi vida, con un yo exclusivo, me lleva siempre a poseer, a ser propietario de mí mismo y de “lo mío”; y el seguimiento de Jesús es radical y no hace concesiones ni da facilidades: hay que ser ex-céntrico, vivir “para los demás”. Es decir, lo imposible para una persona “normal”…
Tal vez lo único que realmente pretende Jesús con su radicalidad es precisamente que nos apercibamos de esa radical imposibilidad nuestra para ser discípulos si pretendemos seguir siendo “normales”… Si el pretendiente a discípulo no se deja llevar por Dios del modo misterioso e impulsor que obra su “Espíritu” en nosotros, jamás llegará a ser discípulo… Si el rico en lugar de marchar pesaroso y triste (porque no puede hacer nada para dejar de ser quien es, ¡y es “justo y devoto”!), hubiera reconocido ante Jesús su incapacidad confesándole su impotencia, el propio Jesús le hubiera contagiado su fuerza divina…
Si queremos entenderlo así, Jesús nos está ilustrando sobre el que llamamos erróneamente pecado original: el instinto de posesión y de dominio que ha hecho posible la hominización y el desarrollo humano, las mismas virtudes que nos han hecho evolucionar y vencer la resistencia de la naturaleza propiciando la construcción y el acceso a una sociedad de convivencia y de anhelos fraternos, lleva también consigo el germen del egoísmo, la rivalidad y la discordia. Porque, realmente, es imposible extirpar de nuestra persona el afán de supervivencia, la voluntad de superación y progreso, la previsión de las posibles necesidades futuras, etc. Están ínsitas en nuestra realidad; y ello conlleva la que experimentamos como necesidad de acumular riqueza y buscar seguridades. Porque el pecado original tiene poco que ver con cuentos de manzanas y serpientes, y se sitúa más bien en los entresijos de nuestro ser personas, habitantes de este mundo material y su inevitable “lucha por la subsistencia”… Pero Dios nos convoca a otra cosa…
Jesús es inapelable en su afirmación de la radical imposibilidad de entrar en la dinámica divina, en la vida que se enmarca en su plenitud, en la salvación, en el “Reino de Dios”, teniendo posesiones y pertenencias, viviendo incluso con la más intachable “justicia” y la más encomiable devoción y caridad pero en la dinámica de la riqueza, la propiedad, el mercado legítimo, el capital… y sólo quiere nuestro reconocimiento sincero y humilde al respecto; porque (tal como también afirma animándonos e impulsándonos confiadamente tras la intervención del inquieto Pedro y sus sorprendidos y estupefactos compañeros), el que “Dios lo puede todo” significa que cualquier gesto de renuncia o el mínimo esfuerzo en esa dirección de disponibilidad y entrega propiciada, animada y fortalecida por él, es eficaz y tiene consecuencias, haciendo ya presente y activa la vida divina en nosotros. Y, siendo así, no hemos de temer nuestra impotencia, sino reconocerla y así poder abrirnos con humildad y sencillez, sumisa y confiadamente al evangelio.
Todo hecho de nuestra vida que nos lleva a olvidarnos de nosotros mismos para “hacer fiesta del hermano”, alegrándonos de vivir para el prójimo; cualquier paso en la dirección de poner nuestra vida en manos de los demás (en lugar de tener la vida de los demás en las nuestras a causa de nuestro poder o nuestra riqueza), hace presente ya ese Reino en el que el evangelio de Jesús quiere insertarnos. Ahí se sitúa nuestra verdadera tarea: asumir nuestra incapacidad para así permitir a Dios infundirnos ese “algo más” que hace dichosos…
Deja tu comentario