ENTRE EL MIEDO Y LA VERGÜENZA (Mc 9, 30-37)

ENTRE EL MIEDO Y LA VERGÜENZA (Mc 9, 30-37)

La palabra de Dios, lo que nos dice Jesús, nos da miedo: sus discípulos no se atreven ni siquiera a hacerle una pregunta que roce el misterio de esa vida de entrega suya, de ese evangelio que él no sólo anuncia, sino que personifica, definiéndolo como un “modo de vivir”, amando a todos sin excepción de tal manera, con tal intensidad y profundidad, que se deja llevar a la cruz, que se pone en manos de quienes no lo aceptan ni a él ni su mensaje porque en ese evangelio intuyen y constatan su propia maldad y toda su miseria.

No preguntar porque sospechamos la respuesta, demasiado comprometedora para nosotros y que nos dejará en evidencia, es un recurso muy utilizado por todos en nuestra vida debido a la mezquindad de nuestras pretensiones e intereses, y a la conciencia clara de que la peculiaridad de Jesús exige y compromete a demasiado… palpamos en su compañía y en sus palabras el misterio profundo de Dios y un abismo lleno de interrogantes, desafíos y propuestas demasiado radicales para lo que estamos dispuestos a soportar, y en contraste con nuestras expectativas y deseos, ya que trastorna y distorsiona demasiado nuestra imagen del mismo Dios y su omnipotencia… percibimos confusamente que aceptar ese evangelio nos obligaría a trastocar y recomponer nuestras vidas, a corregir nuestro rumbo y nuestra meta, a convertirnos no en otras personas, pero sí a no conformarnos con aquella que creíamos y queríamos ser… Es verdad: lo que nos dice Jesús nos da miedo… mejor no preguntar…  

Y lo que decimos nosotros, aquello por lo que el mismo Jesús nos pregunta ( “… ¿de qué hablabais por el camino?…”) nos da vergüenza… y no es para menos. Sólo sabemos hablar de nuestros objetivos y poner todo el énfasis posible en el logro y consecución de  nuestras legítimas aspiraciones, sometidas siempre al juego de la competencia, a la rivalidad del mercado, a la ley del más fuerte o “del mejor dotado”… reivindicar nuestros derechos, reclamar nuestros méritos, hacer valer nuestro impecable curriculum, mostrar nuestras credenciales, exhibir nuestros títulos… ¿acaso hay algo más urgente, justo y necesario?…

Pero decirle a Dios en voz alta (cuando hacíamos oídos sordos a su enseñanza que sospechamos incómoda y poco recomendable), que sólo nos preocupa saber cuál es nuestro “puesto de mando” y la «altura» que tendrá (es decir sobre cuántos situados debajo de  nosotros se ejercerá… ); y eso nos sonroja porque pone en evidencia nuestra desfachatez como discípulos; más valdría decir: como seguidores interesados, en total oposición con la radicalidad de su llamada y con la claridad de su propuesta…

Después de tantos siglos el mundo ha cambiado definitivamente en lo externo y material, y la vida humana se sitúa hoy en unos parámetros inconcebibles hace tan sólo unos cientos de años. La ciencia y la técnica parecen alejarnos definitivamente del sentimiento de precariedad, de intemperie y de misterio ante la realidad y ante la naturaleza, en el que estaba sumida la humanidad; nuestra existencia ha llegado a ser tan artificial que casi la hemos convertido en virtual… Pero habiendo evolucionado y progresado tanto en términos materiales, nuestra persona sigue estando, como en tiempos de Jesús y sus discípulos, vacilante entre esas dos formas de mezquindad y cobardía: a Dios nos da miedo preguntarle, porque no queremos escuchar los que nos sigue diciendo insistentemente en y por Jesús…; y cuando él nos pregunta, cuestionándonos por el sentido que pretendemos dar a nuestra vida y hacia dónde orientamos nuestra persona, nos da vergüenza contestarle, porque no queremos renunciar a nada, ni dejar de ser los únicos protagonistas exitosos e interesados de esa vida “personal y privada”…

A veces damos la impresión de que sólo nos queda un resto atávico: nos santiguamos para que nos sonría la suerte, para que triunfe mi equipo, y para que la desgracia visite la puerta de al lado y no la mía…

¿Acaso nos damos cuenta de que santiguarse es marcar con la cruz de Jesús nuestra vida?… No nos dan miedo ni vergüenza los gritos y puñetazos por el triunfo y el éxito. Pero el silencio del miedo y la vergüenza ante Jesús nos hace cómplices de muchas condenas…

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