EL PRETEXTO DE LA DIFICULTAD (Jn 6, 60-69)
La dificultad cristiana, es decir, la genuinamente evangélica que evidencia Jesús a sus discípulos al reclamar “seguimiento”, no es la meramente ética o moral que habla de dominio y superación de sí mismo. Ciertamente, ya en ese aspecto su “exigencia” es radical hasta la exasperación, con su perdón incondicional, su amor al enemigo, su servicio y disponibilidad hacia los ingratos y aprovechados, que cuentan con nuestra generosidad y abusan de ella,… pero de todo eso ya había huella en las doctrinas éticas de muchos pensadores y personajes ejemplares. Lo que hace inaceptable y digno del murmullo desaprobador de sus seguidores su llamada a seguirlo, al discipulado auténtico, es la vinculación personal e íntima a él, en su vivir completamente despreocupado de las consecuencias inhumanas de su misericordia y su bondad, cuya radicalidad las hace imposibles, impracticables, ajenas a la realidad de nuestra sociedad humana. (Y eso es precisamente lo que ha llevado a algunos exegetas a situar a Jesús en paralelo con la peculiar corriente de aquellos filósofos ambulantes cínicos, paralelo que, sin embargo, no se sostiene en absoluto).
Lo suyo no es el progresivo crecimiento en el autodominio y en el nivel de exigencia que postula todo maestro de moral o ética, cosa que no constituía en definitiva nada novedoso o inesperado; sino que su modo de vida subvierte los valores de nuestro mundo como colectivo humano (y ése es el paralelo con la extravagancia de los cínicos). De ahí que la dificultad que se arguye como pretexto para desentenderse de él; o, en otras palabras más soportables y muy reales, para conformarse con “seguirle de lejos”, asumiendo de él exclusivamente aquello que puede asimilarse y digerirse (sin “ardor de estómago”, sin crear problemas “estructurales” o sociales…), de un modo estrictamente personal e individual, como simple llamada al autoperfeccionamiento y a una moral más exigente y rigurosa en austeridad y autosuperación, pero rechazando expresamente, disfrazándolo con el rótulo de “imposible”, todo lo que expresamente reclama una alternativa de vida. Esa dificultad, afirmada explícitamente por el propio Jesús, y hecha palpable y escandalosamente evidente en el transcurso y desenlace de su misma vida; dificultad tachada de insuperable para las “personas normales” a pesar de sus buenas intenciones y de su sinceros y exigentes propósitos, actúa como consuelo y como argumento convincente para no decidirse nunca al vuelco radical de “forma de vivir” que identificamos certeramente como “ideal cristiano”, sólo accesible al propio Jesús por mucho que él lo proponga claramente a los suyos.
Por experiencia sabemos todos (al menos yo no puedo negarlo y lo he de reconocer avergonzado), cómo el pretexto de “la dificultad” del evangelio se convierte en coartada de mi tibieza y mi acomodo. Pero quisiera referirme a él no sólo como actitud personal individual, sino también desde la vertiente “eclesial”: es decir, comunitaria e institucional. Porque el victimismo del que hace gala constantemente la Iglesia “oficial” (y no dudo ni quiero analizar la parte de verdad que haya en él), y la respuesta a él con moralismos, desautorizaciones, acusaciones, reivindicación de “derechos”, legitimidad de acciones, simple reconocimiento de usos y costumbre, etc., tiene siempre desgraciadamente un componente de preservación de privilegios, de complejo de superioridad, de paternalismo trasnochado, de voluntad de dirigismo, de asentamiento en el poder y en un estatuto jerárquico y aristocrático sacralizado, que sabemos sobradamente no tiene sus raíces ni su origen en el evangelio de Jesucristo, sino en la supuesta donación de Constantino…
Resumiendo. En nuestra vida personal adoptamos casi siempre la actitud reflejada por el “duras son estas palabras”… y seguimos a Jesús (si lo seguimos sinceramente) “de lejos”… porque tendemos a pensar: ¿cómo seguirlo sin ser antisocial, extravagantes, marginales como él?… y, así, nos conformamos con ser cada día más religiosos, practicantes y devotos sin alterar demasiado nuestra vida para poder mantenerla “normal”…
Y el reflejo de ese modo de pensar en el comportamiento institucional “eclesiástico” es similar, e incluso más agudizado: “el pretexto de la dificultad”, que se mueve siempre en el terreno de lo material, obnubila mentes, paraliza auténticas reformas evangélicas necesarias (“in capite et in membris”), y sigue siendo coartada y acomodo de timoratos, codiciosos, acomodados, paniaguados y ambiciosos, defensores del sistema y nostálgicos de tiempos feudales, que no quieren prescindir (oponiéndose al evangelio) de la pátina de lo sagrado, del rodillo del piramidalismo, del mimetismo prosaico y populachero… Apelar a la libertad, responsabilidad y compromiso arriesgado que exige la madurez creyente los descolocaría, y pondría en evidencia un trasfondo nada ejemplar.
¿Desde cuándo ser cristiano, incorporarse al discipulado, formar parte de la iglesia, es un seguro de vida, una garantía de instalación y una defensa acomodada, frente a las renuncias y a la disponibilidad, el servicio gratuito y la entrega sin condiciones?… ¿pretender formar parte de una organización influyente y poderosa (¡y medrar en ella!), autosuficiente, bien instalada y pertrechada, saludada con protocolos e incienso, con consideración y respeto desmedidos, e incluso con reverencia y temor?…
¡Naturalmente que el evangelio no habla de vivir reclamando y exigiendo privilegios, derechos, reconocimiento, facilidades, agradecimientos, palmaditas en la espalda, sumisión y obediencia! ¿Encumbramiento y trono, en lugar de incomprensión y cruz?… ¿acaso no lo sabemos?, ¿no lo saben nuestros prelados?, ¿no leemos el evangelio que predicamos?…
La dificultad nunca puede ser un pretexto… eso sí que lo tenemos prohibido…
Deja tu comentario