IMPOSIBLE PARA DIOS, NO PARA EL HOMBRE (Mc 6, 1-6)
Me permito volver del revés la conocida frase de Jesús respecto a la dificultad por parte nuestra de mantener una actitud de desprendimiento de las riquezas y la posibilidad de que “un rico entre en el Reino de los cielos”, ante el espanto de los discípulos, a quienes parece que entonces es imposible para nadie salvarse: “es imposible para el hombre, no para Dios; Dios lo puede todo” (Mc 10, 23-27); y lo pongo a la inversa para insistirme a mí mismo en esa verdad de que Dios no puede salvarme, si yo no quiero: es imposible para Dios condenar a nadie, pero cualquier persona sí puede hacerlo. Dicho en otros términos, más “teológicos”: no existe condenación alguna por parte de Dios al hombre, sino perdición del sujeto que rechaza la misericordia y la bondad como esperanza de vida, como el único modo de plenitud. Dios no puede condenar a nadie porque solamente sabe salvar. Ser Dios es no poder ni saber vivir desde la justicia vindicativa humana, sino solamente desde el amor y la entrega total, desde la absoluta y casi incomprensible excentricidad…
Y eso es lo que late en el fondo de ese “no poder” obrar Jesús ningún milagro en su propio pueblo. Dada la “falta de fe” de sus compatriotas y vecinos “nada puede hacer Jesús”. Los milagros no son intervenciones divinas en la naturaleza material “a capricho” de Dios, sino lectura creyente, positiva y salvadora, del misterio de la realidad y de su carácter sacramental desde la confianza en esa imposibilidad divina para el mal y la condena.
La escolástica clásica debatía encarnizadamente entre agrias disputas respecto a la “potentia Dei absoluta” y la “potentia Dei ordinata” con malabarismos metafísicos y sofisticada pedantería académica. Con ello acuñaba términos refinados y disecciones mentales con un lenguaje técnico inaccesible para el creyente y reservado a mentes especulativas (y muchas veces retorcidas y tan alambicadas que no conseguían destilar ni una gota de licor aprovechable…), que se autocomplacían en sus elevadas abstracciones y convertían el evangelio en doctrina, el seguimiento en conciencia de rebaño y borreguismo interesado, y la sencillez de las palabras de Jesús apuntando al misterio divino, en imposibles rompecabezas y silogismos enmarañados, dignos de ecuaciones diferenciales irresolubles.
La propuesta de Jesús no es tan complicada y está al alcance de cualquier persona, porque sólo requiere buena voluntad, sinceridad y lucidez al considerar nuestra realidad y nuestra vida. Y se convierte en reclamo de confianza absoluta en la bondad demostrada por su comportamiento y su persona, por su “vivir para los demás”, su proexistencia; confianza total y feliz frente al misterio divino al que apunta (y que siempre permanecerá “misterio”… su carácter interrogante, desafiante e interpelante es insoslayable).
Lejos de las elucubraciones mentales y de sutilezas y alambiques para destilados teológicos de paladar dudoso, el evangelio de Marcos es sencillo y escueto como la vida real de cualquier persona, y precisamente quiere actualizar esa provocación que la persona de Jesús supone para quien se encuentra con Él sin prejuicios ni suspicacias, abriéndose al carácter transparente y absolutamente desinteresado de esa persona suya, anuncio de un modo de vida peculiar, pleno y distinto. Su anuncio sólo quiere ser buena noticia en ese transcurrir misterioso que envuelve nuestra existencia y constituye sus dimensiones reales; por eso, no elude el carácter enigmático y sorprendente de lo verdadero y lo profundo, lo valioso… Y ahí se inscribe nuestra dignidad y nuestra libertad con su auténtico poder: el de oponerse a Dios, haciendo estéril e imposible su voluntad de salvarnos, su propuesta de felicidad y futuro definitivo. En conclusión, resumida y lapidariamente, Marcos con su evangelio quiere decirnos: “el hombre no puede salvarse por sí mismo; solamente Dios, y a través de este Jesús de Nazaret, nos puede ofrecer y conseguir la definitiva y verdadera salvación”. Y también, y en línea con ello: “Dios no es capaz de conseguir para nosotros condenación, pero nosotros sí que podemos lograrlo forzando por completo la voluntad divina, desconfiando de Él”.
Marcos nos lo dice claramente durante todo su evangelio y en todas las escenas que nos relata, presentándonos a Jesús precisamente como sujeto y objeto de esa doble potencia e impotencia humana y divina. Y la sorpresa del propio Jesús ante la desconfianza y la ceguera para ver la realidad de la vida y experimentar la profundidad y el misterio de Él y de nuestra propia persona, esa cerrazón para aceptar lo evidente: que con Él uno descubre definitivamente dónde se sitúa realmente el misterio de Dios, lejos de nuestras proyecciones de poder, autoridad y dominio absoluto, porque lo que Él nos revela es la imposibilidad divina de derramar bondad, si nosotros nos negamos a ella; esa extrañeza de Jesús ante nuestra voluntad de perdernos es, según Marcos, todo lo que “el Hijo de Dios” puede hacer por quien no quiere “recibirlo” ni reconocerlo: entristecerse y lamentarlo…
Más crudamente: eso que tanto nos envanece, el sentimiento de autosatisfacción y orgullo, está siempre a nuestro alcance… Podemos enorgullecernos de nuestro valía y de nuestra capacidad de decisión ante el mismo Dios; pero no por poder “ganarle en bondad”, que sería el único orgullo digno y legítimo, sino por una sola cosa: por lograr sorprenderlo y, como a Jesús, ser capaces de entristecerlo con nuestro rechazo haciendo imposible “que se salga con la suya y nos salve…”, es decir, con nuestra torpeza y necedad… con ese empeño en perdernos cuando Él tanto se esfuerza en salvarnos… porque en realidad, piensa Marcos, nos bastaría una sola cosa: abrir los ojos y mirarlo…
Lo imposible de nuestra vida sólo es posible para Dios: salvarnos… Pero, aunque parezca increíble, hay algo totalmente imposible para Dios y que sólo es posible para nosotros: perdernos…
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