PASAR DESAPERCIBIDOS, VIVIR EN PROFUNDIDAD (Lc 2, 22-40)

PASAR DESAPERCIBIDOS, VIVIR EN PROFUNDIDAD (Lc 2, 22-40)

Pocas veces, si es que lo hacemos alguna vez, se nos ocurre pensar que “cumplir la Ley”, además de un evidente e inexcusable deber ciudadano como elemento necesario de una vida social y de convivencia humana pacífica, solidaria y fructífera, puede constituir una llamada a la humildad y sencillez, a saberse simplemente “un@ más”; una asunción callada y silenciosa del orden humano y el ritmo de la historia al que nos incorporamos con nuestra vida y nuestra persona, al margen de nuestras diversas opiniones sobre su conveniencia, oportunidad, o incluso razones esgrimidas para promulgarla por parte de quienes tienen competencia para hacerlo.

(Naturalmente que no hablo de debates, ni entro ahora en ellos, sobre leyes concretas; me estoy refiriendo a las leyes generales que rigen el comportamiento público habitual de la sociedad, y en base a las cuales podemos regular las relaciones personales, e incluso nuestros hábitos y costumbres; y no a leyes puntuales “conflictivas”, nunca de obligado cumplimiento, que no se refieren tanto a los “ejes” del orden social como espacio de convivencia, como a determinadas situaciones específicas cuya consideración crea controversia y discrepancia; y que obedecen al deseo de permitir opciones para muchos discutibles e incluso rechazables debido a que las consideran injustificadamente permisivas o incluso rechazables como “pedagogía social” por llamarlo de algún modo).

Compartir la legalidad de una sociedad establecida en la que estamos integrados por el mero hecho de nuestro nacimiento en un lugar y un tiempo determinados, es percibir los límites de lo humano y lo individual, y la necesidad que tenemos de los demás para llegar a ser personas y acceder a nuestra propia identidad; la imposibilidad de apelar sólo a nuestra “buena voluntad” para construir un mundo no ya fraterno sino simplemente justo.

Pero en ese “marco legal” general de la sociedad en la que vivimos y a la que estamos sujetos, y a cuya pertenencia nos adherimos desde el anonimato y la necesaria docilidad, pasando desapercibidos y sin voluntad de llamar la atención, reclamar protagonismo, o hacer chirriar su rodaje provocadoramente, el círculo determinante de nuestra vida es el de la intimidad y la convivencia estrecha, el de la familia y el hogar. Es ahí donde se forja nuestra identidad, donde no necesitamos las leyes porque necesitamos a las personas, y donde rigen no el recelo, la competencia o la sospecha, sino la confianza, la generosidad y el amor. Cuando la vida compartida realmente nos lleva a sabernos incapaces de reconocernos como personas si no partimos del amor y la bondad de “los nuestros”, de la delicadeza y la ternura, del cariño entrañable y la caricia; es entonces cuando adquirimos conciencia de lo superficial de la búsqueda de protagonismo y de la vanidad de regirnos por “lo público”… no necesitamos el reconocimiento social, las ofertas ventajosas del mercado, el triunfo codicioso en la carrera, o simplemente la vanidosa satisfacción de alcanzar unos objetivos ambiciosos y brillantes.

En ese círculo íntimo y modesto, compartiendo ilusiones y silencios, ese “externo” marco legal, por impositivo y ajeno que nos resulte en ocasiones, sabemos percibirlo como lo que realmente es: necesidad y ocasión de que, pasando desapercibidos, se vaya haciendo realidad en nosotros la comunión y la bondad, la gracia misteriosa que desciende desde el cielo para llamarnos a la delicadeza y a la dicha de la vida que nos ha sido regalada con los nuestros.

Y, paradójicamente, cuando desde esa renuncia a protagonismos y a intereses públicos, a endiosamientos y vanidades, se descubre y vive lo profundo en el ámbito de la convivencia amorosa y enriquecedora del día a día compartido, de la intimidad y el privilegio de l@s otr@s; entonces, pasando desapercibidos, se vuelca ese amor y ese gozo sobre toda la humanidad y, como profetiza el anciano Simeón o celebra la anciana Ana, la bendición de Dios se extiende y se derrama sobre el mundo, y se convierte en signo de contradicción: fundamento y causa de otra perspectiva humana con esperanza de cumplimiento y plenitud, a la vez que consciencia y fortaleza para asumir el riesgo del amor y del perdón, de la bondad y de la entrega.

El hogar de Nazaret no es para nosotros la edulcorada estampita navideña de una convivencia en armonía y almibarada; sino el crecimiento en profundidad y en perspectiva divina, en amor y en responsabilidad, en el conocimiento de la aventura y el riesgo de la bondad… y todo ello, casi provocadoramente, “dentro de la legalidad”… pasando desapercibidos

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