ANTE LA MUERTE (2 de noviembre: «Conmemoración de los Fieles Difuntos»)
Vivimos hoy con la absurda pretensión de olvidar la muerte, de cerrar los ojos a lo evidente e inevitable. Ocultamos la inminencia de la muerte a los demás bajo el pretexto de “no asustarlos”, como si pudiera haber alguien tan necio o tan ciego de creerse indestructible; y la eliminamos irresponsablemente de nuestras preocupaciones, como si esconderla nos preservara de algo. No es serio ni responsable ignorar la muerte. Sin angustia ni aspavientos, como simple reconocimiento de nuestra realidad y como lo que es: el momento culminante y definitivo de nuestra vida.
Hubo un tiempo en que el pensamiento profundo y la filosofía se practicaba y apreciaba como “preparación a la muerte”, estimándose como la tarea más noble de la persona humana. Y es bien sabido que la piedad de la Edad Media pedía en su oración verse libre de una muerte repentina, porque esa asunción consciente y plena del momento de nuestra despedida definitiva del mundo material, dotaba de sentido a la persona humana. Nosotros, con el prodigioso avance de la medicina y el desarrollo alcanzado por nuestra sociedad, tendemos a silenciarla y maldecirla, con frustración y desánimo; seguramente porque nos hemos endiosado y pretendemos extraer de nuestra realidad finita el aura de misterio y enigma que envuelve nuestra existencia y parece convocarla a un horizonte de plenitud inalcanzable.
La vida como muerte. Tal como es. Desgastándonos, deshaciéndonos imperceptiblemente en nuestra corporeidad, en nuestra materia; pero conduciéndonos simultáneamente y a través de esta decadencia hacia una plenitud presentida, adivinada, experimentada desde una profundidad involuntaria a la que nos sabemos entregados.
La vida como regalo, como recibida y acogida, como no exclusiva ni primordialmente nuestra, como alteridad que hemos de personalizar, como invitación a ponerle nombre, el nuestro; y que ello sea definitivo, sello de autenticidad, de personalidad y de identificación de lo que hemos de llegar a ser.
La vida siempre inconclusa, abierta a un horizonte que sabemos infinito, inabarcable, abismal pero amable, irremediablemente atractivo, de una riqueza inagotable mucho más allá de nuestros deseos, superando y rebasando fantasías e ilusiones. Tarea de gigantes y de héroes siempre vencidos, porque no pueden evitar estar hechos de barro humano, de humus, de tierra y sangre.
La vida que nos convoca a la alegría de sabernos polvo, piezas diminutas de la gran obra del universo y de la historia, prescindibles y necesarios a un tiempo, sin saber la razón profunda de lo uno y de lo otro; pero vibrando apasionadamente cuando colocamos nuestra huella en ese enigma trascendente y real, inalcanzable y próximo.
Y felices. Felices y agradecidos por la muerte; por esa invitación a sumergirnos en la aventura del misterio. Felices y agradecidos porque Alguien nos reciba en sus manos, ésas que ya sentimos nos están acariciando cada vez que sonreímos o gozamos. Felices por poder un día desprendernos de miserias, de limitaciones y de barro, de nuestros obstáculos terrenos que se deshacen al menor golpe. Felices, aunque sea al precio de vernos desfallecer y debilitarnos, de palpar el fango, nuestro fango. Porque sólo palpándolo, lo sabemos, resucitamos…
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