PALABRAS… ¿MÁS QUE “PALABRAS”?… (Mt 21, 28-32)
En tono jocoso solemos decir que una fórmula casi infalible para no discutir y llevarse bien con quienes compartimos el día a día consiste en dar siempre la razón y decir “sí” a todo; y luego hacer lo que nos da la gana ignorando lo que se nos había dicho… es decir, mentir impunemente y además regodearse en la mentira… Más allá de lo vergonzosamente sarcástico y caricaturesco de tal actitud y de la inconsciencia e irresponsabilidad con que la expresamos, lo cierto es que tal comportamiento, llevado al extremo en su literalidad, se convierte en el colmo del egoísmo y de la desconsideración al prójimo, incluso en indicio de un larvado desprecio o una insensatez patológica… Pero incluso en su expresión más superficial e “inocente” resulta intolerable, y revela una actitud de desentenderse y desatender “al otro”, a quien es nuestra hermana o nuestro hermano, con una actitud egocéntrica de superioridad y de atención preferente a hacer siempre nuestra voluntad sin tomar en cuenta a los demás, a los que “oímos sin escuchar” y ninguneamos en la medida en que sus deseos, necesidades o peticiones no coinciden con nuestros planes, proyectos o intereses. Hay otra variante de esta misma opción, que consiste simple y llanamente en “hacerse el sordo” descaradamente pretendiendo ignorar lo que se oye…
Aunque lo que marca realmente la vida de las personas son los hechos y no las palabras, porque ellos son los que muestran la trayectoria efectiva y el horizonte en el que nos situamos y hacia donde proyectamos el sentido de nuestra existencia, señalando así los contornos e incluso el auténtico contenido de nuestra verdadera identidad; es un dato básico de nuestro ser personas el no poder vivir sin palabras. Ellas definen, de una u otra manera, nuestro acceso a la “humanidad”: nuestra necesidad del otro…
La comunión, la fraternidad, y la propia persona sólo llegan a hacerse realidad cuando se expresan y se comparten. Y eso significa que el imperativo del amor y la fraternidad, de la bondad, que supone la convocatoria de Jesús a sus discípulos, implica y exige ternura y delicadeza también en las palabras como forma de expresión y plasmación de “lo que hay en nuestro corazón”, como medio de relación y de convivencia, como culminación sensible y constatable de la fraternidad, de la misericordia y la ternura. No podemos nunca hablar simplemente “para que el otro calle”, o sin atender a lo que decimos; hablar es establecer puentes, tender la mano y convocar a la solidaridad, al acuerdo y a la compañía. Por eso en una sociedad iletrada la palabra era “sagrada”, mientras que hoy todo queremos firmarlo ante notario… Qué triste humanidad aquélla que no puede fiarse del discurso de sus dirigentes, de las promesas ya devaluadas, de los reclamos y la publicidad, de las aseveraciones de quienes aseguran lo que no van a cumplir… ni tampoco de las respuestas enojadas y ásperas de quien pudiendo ser bueno, sin embargo no soporta que otro se lo recuerde…
Hemos de tener presente que la iniciativa para el ejercicio auténtico de la caridad, tal como Jesús nos lo propone en ese horizonte misterioso de otro Reino accesible; para mirar y tratar al otro como persona cuya presencia y compañía nos enriquece e ilusiona por un lado, y por otro nos hace y nos reclama ser transmisores de vida y de esperanza, de gozo y de esa actitud divina de Jesús de servicio y entrega; casi nunca es nuestra, sino que nos viene sugerida por alguien en ese entorno de hermanas y hermanos imprescindibles, y surge como una petición, como una llamada desde el deseo ajeno que espera respuesta.
Procuremos conseguir que nuestra acción sea digna y bondadosa, dirigida por la misericordia y la ternura, creadora de vida, de alegría y de esperanza; pero también que nuestras palabras sean siempre para todos una bendición y una caricia, en lugar de una causa de decepción y de tristeza…
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