DEFORMADO E IRRECONOCIBLE (1)
NOTA PREVIA: Una buena amiga, María, cuya sensibilidad y opinión estimo tanto que le pido con frecuencia consejo para publicar alguno de mis artículos, me advierte certera y cariñosamente del tono “duro” de mis críticas a la “institución” y a sus “ministros”, de los que formo parte. Tiene toda la razón y por eso me atrevo a incluir esta especie de “Nota previa”, tanto a éste como al resto de escritos; porque aunque quien me conozca sabe de sobra el tono de humor y de “provocación” o “descaro” que me gusta emplear, y ello sin ninguna violencia ni la menor sombra de “rabia”, ni siquiera de “apasionamiento” (en otros tiempos lo hubo…); es cierto que en ocasiones la crítica parece “excesiva”. Ni lo niego, ni tampoco quiero corregirlo, porque no sé escribir sin sonreír y sin intentar provocar incluso la carcajada… Pido perdón por ello, y asumo los “excesos de crítica” como tales: como crítica necesaria, pero también como “excesiva”, buscando siempre la caricatura; es decir, exagerar los rasgos ciertos, para así hacerlos bien evidentes y poniendo un punto de humor y de sonrisa sin faltar a la verdad y a la llamada a la autoconciencia, y a entonar un “mea culpa” en el que me incluyo. Ni hay animadversión personal ni afán destructivo; al contrario, mera asunción de la imagen caricaturesca que damos en el espejo y que espanta, y ante la cual comienzo por burlarme de mí mismo y de “los míos”… Si se considera ofensivo o exagerado, olvídese, pues, el tono caricaturesco y quédese con la verdad indiscutible que subyace. Hay quien se niega tanto a ver la realidad y asumir la verdad, como a vivir con alegría; yo prefiero reconocer la verdad y además “divertirme”…
I
Es un hecho, no por triste menos cierto y comprobable, que desgraciadamente lo que ha conseguido “la Iglesia” con demasiada frecuencia, tanto con su poder institucional como con la poco ejemplar vida de sus miembros en todas las instancias en que desarrolla su actividad iy su pretendido testimonio de transmisión del evangelio (desde Papa y obispos hasta el simple “cristiano de a pie”), ha sido precisamente lo contrario: deformarlo de tal manera que lo ha hecho irreconocible; y cualquier observador imparcial quedaría atónito al comprobar la descomunal distancia entre la clara convocatoria de Jesús al discipulado y la escandalosa domesticación de sus exigentes consecuencias por parte de quienes se proclamaban seguidores suyos. Sin ninguna duda, y para sonrojo y vergüenza nuestra, identificar la forma de vida y el testimonio de las sencillas primeras comunidades cristianas con la de sus ostentosos y nobles herederos actuales resulta harto difícil, y requiere no sólo mucha buena voluntad y perspectiva histórica, sino también una gran dosis de indulgencia, de aceptación de excusas y petición de perdón… es decir, de actitudes precisamente evangélicas a practicar por el neutral observador… Tal parece que “el anuncio” se haga a pesar de la “Iglesia oficial” y justamente teniendo que practicar con ella lo que ella se resiste tantas veces a practicar con los demás siguiendo el evangelio. Ciertamente los caminos de Dios son inescrutables…
Afortunadamente ha acompañado siempre a la corriente oficial de la Iglesia vergonzosamente institucionalizada e instalada en el poder, otra corriente profética y martirial (con frecuencia maltratada, silenciada y combatida por los detentadores y defensores de jerarquías y privilegios, y por predicadores que a veces eran simples paniaguados y serviles, y en otras ocasiones malintencionados, rencorosos e intolerantes); y desde la constancia de ese profundo y a veces imperceptible soplo y aliento del Espíritu Santo en medio de las infidelidades y traiciones; a pesar de esa escandalosa distancia entre el encargo y la misión de Jesús a sus discípulos, y la real orientación dada por éstos a su encargo; así como entre la sencillez y humildad, la actitud de acogida y servicio exigida por Él para acceder al discipulado y a la comunión fraterna, y las ambiciones, pretensión de influencia y de poder, exhibicionismo, ostentación y vanidad manifestados por sus llamados “sucesores”; si bien desfigurada y oculta entre el cieno y el lodo de tanta miseria humana, de errores y debilidades, pero también de perversidades y malicia; a pesar de todo, la semilla del evangelio no ha dejado de hacerse siempre presente y ha transmitido con fidelidad la verdad de aquello a lo que nos convoca Cristo, y que hemos desfigurado y prostituido de modo flagrante e inexcusable.
Sin buscar culpables, ni atreverme a levantar la mano pretextando inocencia, en esa inevitable tarea de rescate y recuperación que tenemos hoy los cristianos y no podemos eludir de ninguna manera, a no ser que la necedad en la que vivamos no sea la del evangelio paulino sino la de la simple estupidez de querer vivir en la Edad Media o la de convertirnos en fósiles antediluvianos, piezas de museo o prometedor tesoro para psicoanalistas… en esa tarea de rescate y recuperación, digo, quiero atreverme a constatar el simple, pero importante y para mí trascendental hecho, de que nuestra actual forma de “celebrar la Misa” está de tal modo recargada de hieratismo y de liturgia gratuita, de rigidez ceremonial y de normas y rúbricas estrictas, de frío y calculado orden, y de reverencia clerical, que más bien todo son obstáculos para poder reconocer en ella lo que pretende actualizar y aquello fundamental de lo que quiere ser memorial, y no simple memoria.
Tal vez la manifestación más palpable y visible de esa lamentable evolución en la celebración de “la Última Cena”, que la ha hecho irreconocible en nuestra obsesiva exageración unilateral y desproporcionada de su dimensión “sacrificial”, es haber convertido el pan, que se rompía y repartía para ser consumido y no exhibido ni adorado, en una caprichosa oblea revestida de un aura de veneración yconsideración de “objeto sagrado”, y contemplada con untemor reverencial absurdo e incongruente, que hubiera sorprendido y puede que escandalizado a los primeros cristianos que se reunían no para admirarla extasiados, y quedarse paralizados ante la por nosotros llamada “Sagrada Hostia”, sino para “romper el pan”, tomarlo en sus manos y consumirlo, haciendo de él signo inequívoco de fidelidad y comunión con Jesús y con las hermanas y hermanos…
Probablemente muchos cristianos de hoy (entre ellos abundancia de obispos y clero…), tan devotos, piadosos y reverentes, dispuestos y enardecidos para desagravios y adoraciones, se escandalizarían al contemplar la celebración de “la Misa” de aquellas comunidades-madre, fieles testigos del memorial de Jesús. Pero supongo que el mismo asombro o aún mayor causaría en aquéllas comunidades primerasvernos convocados a celebrar el sacramento de la Eucaristía con una mentalidad tan lejana del entrañable calor de hogar y vinculación a la comunidad que suponía para ellos esa fracción del pan… tanto como está de distante e irreconocible una triste oblea decorada, rodeada de aspavientos y temores, respecto a ese trozo de pan partido que con respeto absoluto pero con toda la naturalidad exigible a una comida ritual compartida, cada uno tomaba felizmente en sus manos y consumía dichoso para seguir siendo con el testimonio de su vida el cuerpo activo cuya cabeza era Cristo.
Pretender que “conocer y celebrar el gran misterio de la presencia real de Jesucristo en la eucaristía” significa atribuir a una oblea consagrada poderes mágicos y dignidad divina, considerarla no ya “objeto” sino “sujeto” de la divinidad, hablar de ella en términos personales, reverenciarla con temor sagrado hasta el punto de no atreverse a tocarla con las manos (¡qué ironía!: ha bastado el temor de una epidemia para que una elemental norma higiénica haya abierto en un instante los siglos de ojos cerrados y desdramatizado de un plumazo la fobia de “no tocar lo sagrado”, haciendo evidente en un segundo la inconsistencia de mantener tal mentalidad), situarla en el mundo de lo esotérico con tintes de sumisión y de amenaza, de oscurantismo y de patológico terror divino, es un atentado precisamente a la seriedad y profundidad de su carácter sacramental, un signo inconfundible de falta de madurez cristiana, una degeneración o deformación del legado-mandato del propio Jesús, y una insufrible miopía pastoral y teológica (por otro lado nada extraña en nuestros pastores, entre otras cosas por la edad y por mirar siempre demasiado cerca y escribir con letra pequeña…). En mil años nadie habló de esa palabra mágica de transubstanciación, obrada por milagro divino; y desde luego, lo que sí se ha impuesto por parte nuestra ha sido una verdadera transformación del pan que se rompe para compartir gozoso, en una fina y redonda oblea “intocable”, cuyo contacto físico aterra…
¿Quién puede reconocer ahí, y con esa mentalidad, el verdadero misterio de Dios y su presencia en Jesús? ¿Quién con algo más que un pelotón desordenado de neuronas en su cerebro puede considerar la promesa y convocatoria de la Cena de Jesús un abracadabra o “ábrete sésamo” que, con unas palabras mágicas, otorga a un pan que se comparte (y que se ha convertido en un pequeño fragmento al que ahora se dota de mágicos poderes y de propiedades ocultas) tal sacralidad, que requiere una “adoración” rayana en la alienación, la ingenuidad o lo extemporáneo y a veces ridículo? La pretensión y encargo de Jesús, ¿no era más sencilla y mucho más profunda?
Porque el verdadero misterio de Dios lo sabemos presente en la profundidad a la que convoca Jesús a la comunidad de sus discípulos precisamente en la perspectiva ineludible de su muerte; ésa es su presencia real. Y “real” no significa material, no es presencia física o sensible, no hay “encarnación” en el pan consagrado (decir eso sería absurdo, irreal y falso); sino actualización en el amor que convoca, se entrega y comparte, que reúne y pone en comunión, que anima y da esperanza real, auténtica vida nueva desde lo hondo en que se abisma… es decir, “simplemente” reconocer que nuestra realidad material está transida del misterio de Dios como un enigma y a un nivel incontrolable por nosotros, y que se nos hace patente (presente) al reunirnos en su nombre y según su mandato, en el nombre de Jesús, que nos ha hecho accesible ese misterio con su persona y con su vida, y que nos ha asegurado que podemos seguir conmemorándola, actualizándola, hacer presente su ausencia, hacerlo memorial a través del pan consagrado al modo suyo. Y que ésa es precisamente su herencia, su encargo, su eterna presencia canalizadora, reivindicadora y mediadora del misterio y del enigma de Dios, presente en Él mismo.
Digo, pues, con toda solemnidad y con un profundo respeto, que convertirlo en elemento mágico, en rito de hechicería, en pura idolatría, o en un espiritualismo misticista, es quedarse anclado en horizontes mentales precristianos; es decir, no evangélicos. Es mantener con terquedad y ceguera una teología y una interpretación de la realidad lejana, no ya caprichosa y subjetiva o “animista”, sino contraria y opuesta a la coherencia cristiana y a la razón; en definitiva “in-humana” y, forzosamente, “no-cristiana”. Es, como tantas otras veces, el esfuerzo de pretender domesticar el evangelio para hacerlo comprensible y encajarlo en nuestros esquemas, en lugar de abrir nuestra vida al anuncio y la irrupción de lo nuevo incontrolable, inconcebible antes y revolucionario, que aporta Jesús asumiendo nuestra integridad como personas conscientes y razonables, y no exigiéndonos renunciar a la razón nisometerlo a nuestra lógica.
El respeto, el agradecimiento sincero y humilde, la veneración y homenaje a “la Eucaristía” (como a Dios, en definitiva) no es tanto “porque sabemos lo que es”, como por “lo que no sabemos”… es decir, porque nos abre la puerta del misterio y nos hundimos en él, y no porque la cierra con el convencimiento de saberlo ya todo y poderlo resumir en palabras. Por eso no puede conducir a la superstición ni a la idolatría; es más bien nuestra “reserva mental” frente al misterio; y, por tanto, confesión de ignorancia y no intento de manipulación y control; es recuerdo y estímulo a la fe y confianza, no terca afirmación de conocer “los secretos de Dios” y tener hipotecados sus “milagros”, que nos va rindiendo a conveniencia… no somos Aladino frotando la lámpara mágica maravillosa para que aparezca el Genio poderoso y complaciente… eso sí es blasfemia e irreverencia, deformar y hacer irreconocible…
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