LA REVOLUCIÓN PERMANENTE (Mt 4, 12-23)

Cuando los bolcheviques asaltan el poder en 1917 instaurando el Estado soviético e inaugurando con ello una nueva época en la historia no sólo de Rusia sino de todo el mundo, su implacable líder, Lenin, asume el poder y comienza a construir, en plena Primera Guerra Mundial, el entramado y la aplicación en la práctica del comunismo antes “predicado”, hasta entonces mera ideología, y doctrina radical y pretenciosa.

Mientras Lenin va tejiendo los hilos del poder, Trotsky organiza el Ejército Rojo, libera Rusia, y llega el fin de la Gran Guerra. La lucha ideológica no cesa, y tras la muerte prematura de Lenin, todo el impulso revolucionario es absorbido astuta, cobarde y vilmente por Stalin, el menos recomendable por odioso, taimado, ambicioso y manipulador, que no dudará en eliminar sin contemplaciones y con crueldad a todos los verdaderos “guardianes de la Revolución”, adorados por las masas, que podían hacerle sombra o hacer patentes, y así desautorizarlos, sus turbios manejos.

Tal vez los políticos de hoy lo llamarían pragmatismo, pero el hecho es que con Stalin prevalece la instalación en el poder, y en el poder absoluto, aunque sea al precio de la traición a los ideales, y a lo anunciado y prometido; así como a la eliminación de los antes camaradas. Frente a la hipócrita y camaleónica justificación de la renuncia a lo que había sido el motor de la Revolución, con el simple objetivo de mantenerse en el poder y silenciar por la fuerza el auténtico debate de “lo posible y lo deseable”, del rigor y la transparencia en las palabras y los hechos, se secuestra la verdad, se ocultan los intereses y codicias personales, se acallan las voces disidentes, y se hace enmudecer no ya al “enemigo político” o rival concurrente, sino a cualquier otro líder cuya transparencia y coherencia ideológica haga evidente y ponga en crisis la propia zafiedad, falsedad e hipocresía. El apelativo que le aplica el historiador Heleno Saña, al referirse a él como la hiena del Kremlin, parece completamente justificado.

Stalin traicionó los ideales para justificar su instalación en un poder supremo inalcanzable, frente a la llamada de Trotsky a la revolución permanente, es decir, precisamente a la imposibilidad (si se es coherente con los principios del comunismo marxista al que se refería el asalto al poder) de detenerse, de instalarse, de pararse y quedarse sentado en una poltrona para dirigir cómodamente y con mano de hierro desde ella la supuesta revolución acabada de estrenar, y que de ese modo aparece ya traicionada, paralizada así por medio de un régimen de terror y un caudillaje impuesto, lejano de las metas convocadas.

Evidentemente, ni Lenin ni Trotsky, ni mucho menos Stalin (aunque éste hubiera sido seminarista) tienen nada que ver con el evangelio y con Jesús; pero son una buena ilustración del reino de este mundo y a dónde puede llegar a conducir el afán obsesivo de instalarse a toda costa, eliminando riesgos y anulando la oposición, incluso la crítica, de todo y de todos por el miedo y el riesgo de vivir a la intemperie y mantenerse fiel a una revolución permanente.

Y paso al evangelio. No sé por qué al leer este texto de Mateo relativo a la “llamada” de Jesús a sus primeros discípulos, me ha venido a la cabeza como “consigna evangélica” la de revolución permanente, aparcada hace ya muchos años, que me ha hecho divagar tanto; algunos dirán que por defecto personal o mente retorcida, pero ha sido involuntario. Quede dicho y ya no voy a referirme a él en absoluto…

Jesús, con su llamada, nos saca de nuestra instalación y nos pone en camino. Nos hace salir de nosotros mismos. Nos hace inconformistas y nos da un talante, así como un impulso, que se resuelve en transparencia y búsqueda permanente, incansable, de coherencia. Nos aventura, y nos propone la vida como riesgo. En lugar de instalados nos quiere a la intemperie, “revolucionados”

El anuncio del evangelio por parte de Jesús no es una simple noticia, sino una convocatoria. Pero esa convocatoria, además, no es una “aséptica” llamada general a integrarse en un grupo de seguidores que comparten su punto de vista acerca de la vida y se deciden a llevarla a cabo; sino que es la exposición transparente y pública del entorno divino en el que desarrolla Él su actividad y su misión, y desde el cual va a dirigir personalmente una invitación cuya única respuesta coherente ha de ser una completa reorientación de la vida, un cambio radical desde los “intereses personales” a la disponibilidad absoluta.

Al margen de cómo nos lo cuenten los evangelistas, es evidente que la personalidad de Jesús era tan peculiar y de tal calibre que además de captar la atención de todos: seguidores y “enemigos”, piadosos e impíos, mujeres y hombres, autoridades y aristócratas e ignorantes y marginados… su mirada supondría una invitación constante a la confianza, a la alegría y a la esperanza, más allá de las dificultades, las desgracias, las decepciones y contrariedades de la vida en un mundo y una sociedad de desigualdad, abuso de poder, completa impotencia frente a las adversidades, y un larguísimo etcétera de limitaciones y obstáculos casi insalvables a la supervivencia. Nosotros podemos decir que Jesús irradiaba Dios; pero eso es, a posteriori, nuestra única forma de poder referirnos a Él sin caer en la mitología ni en la magia; sus contemporáneos veían el misterio de alguien incomprensible y desestabilizador de sus seguridades y de la bien conocida trayectoria de sus vidas; y, en consecuencia, una llamada o invitación suya, tal vez con una simple sonrisa o un gesto de cariño, los dejaría absolutamente desconcertados y, como dicen los evangelistas, estupefactos. Probablemente porque sería una actitud de un maestro completamente inusual, carente del rigor de quien busca discípulos inteligentes, “de escuela”, para perpetuar su enseñanza como una corriente de pensamiento propia o como una cofradía con una visión particular de la religión y lo sagrado. La llamada al seguimiento de Jesús es peculiar, porque siendo radical no exige nada en apariencia, y no va vinculada a cualidades, disposiciones o propósitos concretos. No te pide nada material, sino  todo lo que eres, te pide la persona para que te olvides de ti mismo y tus derechos asumiendo una permanente disponibilidad, una constante atención a los demás. Sólo entonces empieza a iluminarte esa luz que irradia… Y entonces, no te puedes resistir a relativizar todo “lo tuyo”… y a renovarte día a día…

Porque lo que propugna Jesús es, sin miedo a las palabras, una revolución permanente. Todo lo contrario de una instalación perpetua… sea en el Kremlin, en el Trono o en la Sede… (lo siento, pero, a pesar de lo dicho, no he podido evitarlo…)

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