¿ADOCTRINAR O EVANGELIZAR?

Jesús no es el legislador o maestro de escuela que enseña leyes o moral, ni el policía o jerarca sagrado que exige o asegura su obediencia. Tampoco busca argumentos convincentes o propaganda. Porque Jesús lo que hace es anunciar el Evangelio y convocarnos a otra forma de vida, cosa muy distinta de doctrinas y moralismos. Por eso, siguiendo su encargo, los cristianos no adoctrinan a nadie, sino anuncian el Evangelio. Son cosas bien distintas.

No hay dudad de que el factor religioso sigue utilizándose como instrumento de poder, y su componente populista (siempre peligroso debido a sus carácter emocional y acrítico), es manipulado e instrumentalizado por los sectores interesados; y aunque puede parecer exagerado afirmar, como dicen algunos, que se utiliza el populismo religioso para apuntalar una sociedad decadente dentro de un sistema económico-político-social intrínsecamente perverso, lo cierto es que quien pretenda bendecir tales comportamientos justificándolos con la supuesta coartada de la ingenuidad o la inocencia, y buscando ahí una huella o rescoldo de sincero confesionalismo, al considerar que esas manifestaciones populares proporcionan actualidad y publicidad al cristianismo, dotándolo así de presencia e influencia en la sociedad, contribuye inconscientemente a falsificar el evangelio. Es tanto como colocarse en la dinámica del adoctrinamiento más burdo, en lugar de contribuir, con el simple testimonio de una vida arriesgada por los auténticos valores cristianos, a la causa del Evangelio: la salvación de la humanidad.

Las religiones entendidas como factores de identidad nacional, cultural o racial, se convierten en instrumentos de poder, en elementos de rivalidad y factores de cohesión social al hilo de los avatares de la historia y de sus correspondientes colectivos; y aún en tiempos de paz, y eliminando sus tristes condicionamientos de beligerancia y dogmatismo, se sitúan en un “mercado libre” y reclaman necesidad de subsistencia, precisamente para que perviva una determinada identidad cultural o nacional, a la cual parecen estar ligadas indisolublemente. Tal es la historia de las religiones y de la humanidad: intolerancia, discordias, rivalidad entre dioses y pueblos, entrega al anatema y al exterminio del enemigo, rechazo de los elementos canalizadores de lo sagrado esgrimidos por competidores o rivales… Es decir, adoctrinamiento a ultranza y ridiculización o minusvaloración del otro.

Pero Jesús, el Cristo, justamente, huyó de eso, y un rasgo distintivo de lo cristiano es la universalidad, es decir, la ausencia de ese afán proselitista y de cualquier exclusivismo. Por eso a sus seguidores

”lo que les queda por hacer es que cada uno de nosotros, según la medida de su propia vivificación, dé a conocer el misterio a su alrededor” (S. Gregorio Magno).

Es decir, ser testigos de Cristo con nuestra simple presencia, en nuestra vida cotidiana, sin pretensiones ni ambiciosos proyectos de “apostolado”. Convertirnos con nuestro anonimato y nuestra pequeñez en manifestación provocadora y escandalosa del perdón y la bondad indiscriminada de Dios, hacer presente su misterio sin necesidad de exhibiciones ni codiciar el título de “apóstol”. Y sí, ser desafiantes cuando llegue el caso y se nos pidan cuentas, como a Juan Bautista, o como al ciego curado por Jesús; pero, como ellos, desafiantes por nuestra simpleza y nuestra honradez, y no por nuestra autosuficiencia y nuestra petulancia y afán exclusivista: “…Yo no lo conocía… pero lo he visto y doy testimonio…”; “…Yo sólo sé que antes era ciego y ahora veo”…  provocador y desafiante con su inocencia e ingenuidad mostrando (no demostrando), lo que ese Jesús ha hecho con su vida: darle luz, alegría, plenitud. Un horizonte del que carecía y era impotente para descubrir. Justamente lo opuesto al adoctrinamiento obsesivo y ciego: anuncio del evangelio, simple testimonio…

Por |2020-02-07T09:46:44+01:00enero 21st, 2020|Artículos, General, Reflexión actualidad|Sin comentarios

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