EL COMIENZO DE ALGO NUEVO (Mt 3, 13-17)

Hay puntos de inflexión en la vida de las personas, como también en las sociedades y en la historia, que solamente los identificamos retrospectivamente; es decir, cuando nos ha dado tiempo a sedimentar los hechos, consolidar los logros o nuevas perspectivas abiertas, y experimentar fehacientemente que el rumbo de la vida y su horizonte han cambiado decisiva y definitivamente, de un modo patente e indiscutible, y que ya nada volverá a ser como antes.

Suele tratarse de acontecimientos que habían pasado desapercibidos, o al menos sin una relevancia especial, sin haberles concedido en su momento mayor importancia; ni, mucho menos, un carácter determinante del futuro, porque se habían desenvuelto en aparente anonimato y en el transcurso del flujo habitual de los hechos; con libertad y consciencia sí, pero sin atisbos de trascendencia, sin concederles prioridad ni un carácter desencadenante de definitividad, ni siquiera de profecía o de promesa.

El  bautismo de Jesús en sí mismo pasó desapercibido por todos; o, dicho con más precisión: siendo público, tuvo lugar con conocimiento de todos pero sin relevancia para ninguno de los presentes, pues Él mismo quedó inmerso en esa multitud que acudía sincera y conscientemente a la llamada apremiante del Bautista y a su grito desgarrador en el desierto. Sin duda no pareció haber pasado nada especial, a pesar de lo que cuentan legendariamente los evangelistas cuando intentan situar en un punto concreto lo que para ellos fue “el principio de todo”, de todo lo que supuso  la persona de Jesús para ellos mismos y para el conjunto de la humanidad.

 Sin embargo, al margen de lo legendario del relato, lo que sí es cierto, es que hubo por parte de Jesús un momento decisivo en el que todo aquello que cualquier persona va vislumbrando confusamente como proyección de sus deseos y de la misión de su vida, todo aquello que forma parte de sus preocupaciones más profundas y de lo que va elucidando poco a poco como lo más genuino, personal e irrenunciable, ligado a su exclusiva identidad, a su intimidad más consciente y libre, y al horizonte de plenitud y de futuro al que se siente proyectado; todo eso, que es lo único que le hace sentirse “Alguien”, le reclama también un compromiso libre y definitivo,  ciertamente que siempre revocable, dada la índole de nuestro ser personal, pero con exigencia clara y pretensión insoslayable de definitividad, porque se ve impelido a asumirlo como responsabilidad y tarea; y a tener que “dar cuentas de él” ante el misterio de sí mismo y de su identidad, ante la humanidad entera como comunidad donde llega a ser quien debe ser y es, y ante el otro misterio de la trascendencia y del infinito divino en el que se siente y se sabe integrado.

 Como tantos otros gestos y signos a los que rodeamos de estricto protocolo, de solemnidad y de rúbricas sagradas, el Bautismo en sí no es nada… una simple ceremonia que llega a convertirse en rutinaria (como todas, por  sacramentales y “sagradas” que las presentemos desde unas coordenadas mentales y “religiosas”, que en definitiva son siempre parciales, unilaterales y arbitrarias…). Pero como también ocurre con cualquier acción señalada o significativa, que supone para alguien una referencia esencial, o la marca expresiva de algo inolvidable y personalmente identificativo o de relevancia fundamental, el Bautismo puede adquirir una importancia y una repercusión trascendental y definitiva; porque puede suponer realmente “el comienzo de algo nuevo”, inaugurar una forma distinta de vivir, convertirse en una auténtica promesa, en un compromiso y expresión pública y manifiesta de juramento y de fidelidad, de asumir una aventura de perspectivas inciertas pero irrenunciable, y a la que se va a dedicar en adelante la integridad de lo que uno es… en suma; el Bautismo puede ser el definitivo y cabal descubrimiento de la propia identidad en su carácter de “tener que llegar a ser uno mismo”, de nuestro ser personal como proceso apasionante e interminable de enriquecimiento y de entrega, de abrirse incondicionalmente y con absoluta transparencia a la realidad, al mundo y a la humanidad, para conseguir ser quien nos decidimos por fin a ser, recogiendo el soplo enigmático y misterioso que “nos llega de lo alto”, nos sumerge en su estela, y nos impulsa a lo desconocido, animándonos a olvidarnos de nosotros mismos al percibir que no podemos en nuestra pequeñez ser el verdadero objetivo de nuestra vida, que no podemos identificarnos con los límites en los que nos percibimos, pero que esa insuficiencia es la que nos catapulta a la inmensidad que nos atrae y que nos supera…

 Hay en principio en toda vida humana la posibilidad y la ocasión de un  big-bang inconcebible, que desencadena fuerzas incontrolables y es creador de horizontes infinitos a los que nos convoca desde nuestra libertad y nuestra flaqueza, descubriéndonos las auténticas dimensiones de nuestro “ser persona”, los secretos deseos de comunión, de amor y de esperanza, y el inmenso e inabarcable espacio de la trascendencia. Y, si pensamos que puede haber para todos y cada uno de nosotros un Bautismo de estas características, y con estas imprevisibles consecuencias y conclusiones de vida; entonces cabe preguntarse: ¿qué tiene de peculiar el de Jesús?

 Quizás sólo una cosa, evidente pero definitiva: que la experiencia suya de Bautismo fue tan absoluta, singular, transparente y misteriosa, que ha supuesto un impacto único y marcado una huella indeleble a toda la humanidad, haciéndonos accesible, de modo inesperado, sorprendente e imprevisible, nuestra propia vida e identidad en sus mismas contradicciones y aporías, en su profundidad insondable y en su abismo; y ello sin resolver ninguna de ellas,  ni pretender responder con contundencia lógica a nada, sino encarándonos desde ellas al infinito inabordable…

 Hubo un momento en la vida de Jesús, en el que con su decisión ya inquebrantable, determinó que el transcurso de su paso por la historia humana, tan fugaz y tan endeble y frágil como el de cualquiera de nosotros, nos afectara a todos; y no en nuestra materialidad,  cuyos límites ni Él mismo podía superar, sino en esa dimensión que subyace a lo visible y conforma nuestra más íntima personalidad, nuestra conciencia de dependencia radical y de peregrinaje eterno, de comunión con nuestros semejantes y de gozo y confianza en un futuro abierto.

 Es un mero ritualismo absurdo, vacío y seco, estéril, celebrar  el Bautismo de Jesús con ese carácter mítico y sagrado con que lo adornan retrospectiva y fantasiosamente los evangelistas, si no hacemos de ello motivo de asumir su clarividencia y su lucidez respecto a la vida humana y su sentido, su razón de ser y su proyección, su apertura y su trascendencia… Porque es evidente y conocido que toda la mitología con que lo adornan a posteriori obedece a ese intento suyo, comprensible y propio de la época, de presentar con signos evidentes de identidad divina, acordes con el sentimiento y las tradiciones religiosas propias, la persona de Jesús, cuyo reconocimiento como “persona divina” solamente fue asumido y proclamado tras la conmoción producida por la integridad de su vida, muerte y “resurrección” incluidas. De hecho, en nada nos afecta de modo directo el Bautismo de Jesús, sino sólo a través de lo que éste supusiera personalmente para Él, y le decidiera a comprometer desde ese instante irrevocablemente su vida a la causa del evangelio y su mensaje del Reino de Dios.

 Repito:  no tiene ningún sentido celebrar el Bautismo de Jesucristo recargándolo de modo solemne y fantasioso, tal como lo narran los evangelios acentuando elementos teofánicos, si no es para renovar nuestra consciencia de que su paso por la historia aportó y sigue aportando algo nuevo, insólito… que, efectivamente, con Él se inició algo muy distinto a una institución reguladora de ritos, a un código ético, o a un gobierno ejemplar… un modo de vida extraño, y todavía hoy estimado como locura y necedad, como signo de alternativas sospechosas frente a los imperativos ordinarios de la sociedad… y que ello no fue algo casual, ni un consenso de conveniencia o sueño de iluminados para instaurar un reino en este mundo; sino que tuvo su origen en una decisión personal suya, de la que nunca desistió y que llevó adelante con una perseverancia, paciencia, y entrega absolutamente inhumanas, sin someterse a ningún interés o conveniencia, y manteniendo una libertad soberana que da acceso a otro orden de la realidad y abre las puertas a un mundo insospechado.

 En definitiva, celebrar el Bautismo de Jesús después de haber presentado el misterio del nacimiento humano de Dios y aceptado con asombro la impregnación divina de nuestra humanidad, y la invitación y convocatoria a personalizarla en nuestra propia vida, reconociéndola como dimensión y componente de nuestra identidad y de nuestro horizonte de sentido, significa no perder de vista que tal divinización tuvo efecto por decisión de un hombre, ese Jesús cuya personalidad encauzó, con un sí definitivo, inimaginable en cualquier otra persona, no sólo su propio destino, sino el de toda la humanidad…

 No hagamos, pues, alarde de dudosas visiones celestiales ni de espectaculares y solemnes teofanías, sino asumamos que conocemos una persona en la historia de la humanidad, Jesús, cuyo “sí” a sí mismo, insobornable y definitivo, tuvo consecuencias para todos, porque con ese “sí” nos hizo posible no renegar de nosotros mismos en nuestras contradicciones y absurdos; sino, por el contrario, hacer de ellos ocasión de aceptar nuestra identidad con entusiasmo, no temer la flaqueza ni los límites de nuestra razón, y dejarnos invadir por la oleada de ese ímpetu que barre nuestra superficialidad y nos hunde felizmente en lo profundo… Y que el bautismo de ese hombre decisivo, su comienzo de algo nuevo, nos proponga también a nosotros un “sí”: el de las decisiones irrevocables por ese “algo nuevo”,  misterioso y cautivador, siempre en proceso, y siempre dador de vida y cumplidor de promesas…

 Quedémonos con eso: una decisión de Jesús, con la radicalidad de su compromiso y la fidelidad con que la mantuvo hasta su muerte, fue el comienzo de algo nuevo, y repercutió en la entera humanidad de modo silencioso y como “por ósmosis”… y sus seguidores, conscientes y entusiastas, quisieron celebrarlo suponiéndole rasgos legendarios. De ese modo, que nos recuerde también nuestras decisiones radicales, el momento de un auténtico bautismo consciente, tal vez nunca del todo llevado a efecto, que no es un simple protocolo ni  ceremonia privada de iniciación, sino abrir nuestra vida definitivamente a la bondad, al amor, al gozo de la comunidad y de la entrega… y así nosotros mismos, también “por ósmosis” seguiremos impregnando este mundo de eso nuevo que comenzó un día…

Aunque sea en retrospectiva y evaluable a posteriori, que también en nosotros exista realmente un bautismo, el comienzo de algo nuevo…

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