¿CÓMO DICES? ¿AUMENTAR LA FE?(Lc 17,5-10)

Quien, como los discípulos, se dirija a Jesús pidiéndole un aumento de fe, es que no ha entendido absolutamente nada de lo que Él anuncia. El evangelio para él está en mantillas… ¿Cómo considerar nuestra actitud ante Dios como  una cuestión de “cantidad”? Por eso la respuesta de Jesús aparentemente se sale del marco en el que la sitúan los discípulos: basta la fe “como un grano de mostaza”; es decir, en “cantidad” mínima; es decir, simplemente tenerla… Son sus propias palabras en otra ocasión: ¡Basta que tengas fe!… Porque en realidad “tener fe” no es poseer nada, sino una actitud vital, una consideración de la realidad y de la vida, cuyo fundamento y perspectiva nos la da la confianza y la esperanza. Una confianza radical e inconmovible, y una esperanza firme e ilusionada; una fuente constante e inagotable de alegría, agradecimiento, y paz. Tener fe es vivir entusiasmado, y en eso no hay “medidas”, ni se trata de un examen, una competición o una carrera… Lo radical y básico, lo único imprescindible, es vivir nuestra vida de tal manera que siempre descubramos en ella ocasiones de dicha e invitaciones al cumplimiento de todas esas promesas que descubrimos(si somos sinceros y honrados), depositadas cariñosa y misteriosamente en lo más profundo de nuestra persona y por las que nos sentimos justamente agradecidos.

Por eso nuestra fe no pretende logros y conquistas. Se manifiesta en que miramos y entendemos la realidad y la vida al modo de Jesús: no como un campo de batalla en el que es preciso enfrentarse a competidores y rivales, pues la clave está en el éxito y el triunfo; sino como este terreno que tenemos por delante como campo de siembre y de trabajo compartido, gozando con nuestros compañeros de fatigas, hermanados y felices al comprobar cómo nuestras manos enlazadas y nuestros esfuerzos unidos, van haciendo crecer y florecer unos páramos que parecían estériles y que Alguien nos ha confiado con generosidad y fiándose Él de nosotros…

Si no tenemos esa actitud de sentido profundo y de convocatoria fraterna, siguiendo como comunidad de discípulos a nuestro Maestro; es decir, si no tenemos fe en Él, ¿cómo y para qué pedirle “que la aumente”?… Y, si es cierto que ya no sabemos vivir sin su presencia y compañía, sin sus palabras y su llamada, sin su promesa y sin la fuerza de su Espíritu, sin su paz, su entrega servicial y su alegría; entonces, ¿para qué pretender o suponer importante “tener más cantidad”?… nos basta el grano de mostaza…

Jesús nos insiste en que la fe en Dios es una forma de mirar la realidad, de entender el mundo, y de vivir ese regalo que es para cada persona su propia vida, su aventura e invitación a obrar con lucidez y libertad, sin prescindir de nada de lo que somos y sin pretender nada de lo que no somos… Es también el inconformismo ante las limitaciones y la impotencia de la materia de que estamos hechos. Y confianza en Dios, sólo en Dios, en Aquél en cuyo horizonte de vida nos percibimos integrados, y al que queremos libremente acceder; no es, pues, una cuestión de “poder más o menos”, o tener “más o menos” influencia o capacidad de acción… No puede regirse por el “más o menos”…

Es cierto que la confianza en alguien, y por tanto, también la confianza en Alguien, es susceptible de reafirmarse, de consolidarse y robustecerse, de afianzarse con el transcurso de la vida y sus diversas circunstancias; pero no se trata en absoluto de “cantidad”, sino de esa libre entrega en quien confiamos cada vez con mayor convencimiento y entusiasmo. No es cuestión de “más fe”, sino de ir consiguiendo una “mayor disponibilidad”, una mejor identificación, voluntaria, libre, y puede que costosa, con nosotros mismos y con el proyecto de nuestra vida, que sentimos animado y encaminado hacia Dios. En definitiva, se trata simplemente de ir dejándose conducir por la mano tendida por Él hacia nosotros, cada vez prestándonos menos atención a nosotros mismos y atreviéndonos a cerrar los ojos y dejarnos guiar por Él; a prescindir sin recelos de nuestra visión (casi siempre errónea, y siempre insuficiente), sin ningún temor a los posibles, seguros, tropiezos; porque justamente la fuerza con que nos dejamos coger, y con la que nosotros estrechamos su mano, nos garantiza delicadamente que nunca nos llegaremos a caer del todo…

Sí, no ser tan necios de juzgar a Dios con escalas ni medidas, ni de acuerdo a nuestros logros; ni tampoco reclamándole nuestras reivindicaciones, santos proyectos o piadosos programas. Sino, simplemente, abandonándonos e Él, crecer en fidelidad y en alegría, en disponibilidad y voluntad de acogida, en delicadeza y en ternura, deponiendo el egocentrismo que nos lastra, nuestras pretensiones absurdas y estúpidas; y, dejándonos invadir del Espíritu Santo, cultivar dichosos la mansedumbre y olvidar las rebeldías… Eso es tanto “tener fe”como “aumentarla”… porque “tener fe” no es creer, sino vivir desde ella… y vivir desde ella y en su estela es, forzosamente, “aumentarla”: ir hundiéndose en Aquél en quien confías y a quien amas y ansías, descubrir cada día con mayor intensidad (porque no te defrauda nunca), la dicha de ser amado y de que hay siempre Alguien que prodiga sus cuidados contigo, es sumergirse en un horizonte envolvente y dejarse abrazar cada vez más fuerte, al tiempo que tú mismo estrechas el abrazo y aprietas entusiasmado… ¿Cómo vamos a “medir” la fe, o a someterla a números y a cálculos?…

Por eso Jesús tras la advertencia contundente y delicada a un tiempo, firme pero esperanzada, concluye (según Lucas), con esa invitación a una actitud de simple llamada a asumir gozosa, comprometida y confiadamente la vida cotidiana desde la perspectiva propia de cada uno, tomándolo como la tarea que Dios pone en nuestras manos para mostrarnos tanto su confianza plena en nosotros, como su “señorío” sobre nosotros: ¿acaso nos merecemos una paga extra por vivir como Dios nos propone? ¡No podemos plantear nuestra existencia con tanta mezquindad!  Porque descubrir cómo Dios nos ofrece, nos regala y nos invita a la vida, es entrar ya en una dinámica tan distinta, tan gozosa, festiva y enriquecedora, que resulta inconcebible plantearse cuestiones de premio y castigo… se trata de algo ¡tan distinto!, ¡tan distante de contabilidades y repartos!… Cumplir con Dios, “hacer lo que teníamos que hacer”, reconociendo así el imperativo de Dios en nuestra vida, nuestra libre aceptación de su llamada salvadora, es haber reconocido nuestra radical dependencia de Él y haberla agradecido felices. Y lo decisivo: es hundirse en su fuerza y su energía, en un fuego devorador que surge en las entrañas y no proviene de ti, y que llena de calor y de luz la existencia entera, abriéndote un porvenir de plenitud y de promesas, al que uno se entrega cautivado, entusiasmado y feliz, y sin que empañe su mente el más leve atisbo reivindicativo de nada. ¿Qué más podría ansiar o desear quien está sumergido en la atmósfera divina haciendo lo que debe hacer con su vida; es decir, llegando a ser quien es, quien Dios quiere que sea, sujeto y objeto de misericordia, de amor, de bondad y de alegría; abrazo y comunión con lo verdadero y definitivo, identificación feliz con todo lo  noble, lo auténtico, lo real e imperecedero, por encima de lo controlable, lo imaginable y previsible…?

Cuando se entra en los terrenos de la entrega desinteresada y arrebatadora del amor, se olvidan para siempre las negociaciones y las leyes, los intereses y la rentabilidad, las posibles ganancias y los calculados réditos… porque se penetra en el desafío y aventura de la vida como en el regalo más preciado, el ansiado, el único digno de las personas… es la incontenible paz y confianza que te domina y te conduce, las manos tendidas con dulzura, la imborrable sonrisa contagiosa, lo inexplicable…

 ¿Acaso no están pagados con creces los padres que gozan en la entrega a sus recién nacidos indefensos, desviviéndose por ellos porque ellos les aportan el sentido y riqueza de la vida? ¿O pedirán “un premio”?… ¿Acaso no está pagado con creces quien tiene el privilegio de disfrutar de los últimos años de su madre o de su padre, o de alguien querido, intentando suplir con sus cuidados sus progresivas carencias y su incapacidad física, y sintiendo el agradecimiento inmerecido y un amor infinito en sus palabras delicadas y pacientes, en su ánimo sorprendente y su sonrisa, que contagia en su declive físico la auténtica profundidad y alegría de la vida? ¿O pedirá un reconocimiento y “un premio”?…

Estamos tan equivocados y vivimos tan insatisfechos e infelices cuando planteamos nuestra vida desde el victimismo, considerándonos siempre infravalorados o ignorados; o desde el sufrimiento y sacrificio mal entendidos, como acumulación de méritos; o rechazando el  considerar la entrega incondicional y el cuidado de los demás como ocasión y origen de alegría; o  negándonos a rebosar de generosidad, tasando nuestras caricias y nuestra sonrisa…

No hay una carrera prometedora de esfuerzos y fatigas para hacerse acreedores a ganancias y premios. Hay una sola propuesta provocadora, desafiante y definitiva: entrar, al modo del propio Jesús, al modo de Dios, en la única Vida… la de la plenitud, la de la comunión en la entrega, la del Reino de nuestro único Señor…  ese Señor que, a pesar de todo, como el mismo Jesús también nos dice, sin necesitarlo ni porque lo hayamos merecido, “nos invitará a su mesa, y nos irá sirviendo”… Y es que, vivir de otra manera, no es sino ir muriendo

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