UN ANHELO IMPOSIBLE FRENTE A UN MUNDO INJUSTO

Un mundo injusto, tal como podemos evaluarlo y comprobarlo en cualquier momento y circunstancia histórica, por prometedora y optimista que sea nuestra visión de la sociedad humana y de sus posibilidades de desarrollo y de futuro, viene a ser la huella palpable del que llamamos «pecado original», es decir la consecuencia ineludible y que parece pesar como una maldición sobre el género humano, de que el hombre sea libre y, lejos de someterse al poder ciego y determinista de la «naturaleza», tenga que vivir ejerciendo su voluntad.

El culmen de la creación, la única fuerza capaz de doblegar y someter la naturaleza, tal como muestra la historia del progreso y del desarrollo humano y los ilimitados avances de la ciencia y de la técnica: el hombre en el ejercicio de su inteligencia y de su libre voluntad, se convierte en generador de más desigualdad y mayor injusticia de la que los propios «procesos naturales» reclaman. Ésa es la «tragedia humana»: el único ser capaz de dominar las fuerzas naturales y así corregir sus consecuencias «negativas», consigue dominarlas y someterlas, sí, pero para convertirse en una amenaza mayor y erigirse no ya en una fuerza ciega que arrasa a su paso, sino en un calculador y programador de la desgracia ajena, de la desigualdad y de la miseria. No la eliminamos y olvidamos; al contrario, perpetuamos y agudizamos la lamentable «ley de la selva».

Pero también hay en la historia humana y en las civilizaciones y culturas otra impronta humana: precisamente la que nos permite ser conscientes de nuestra maldad y de nuestra inconsecuencia y nos convoca a construir una realidad fraterna; esa voz que hace de nuestro descontento una llamada a la posibilidad de la felicidad y de la alegría de todos, un impulso, también irreprimible a la convivencia y a un futuro común. Es la voz inextinguible de nuestra conciencia de personas, cuya forzosa consecuencia es un horizonte más allá de lo percibido y de lo heredado, más allá de intereses individuales o de éxitos caducos.

En resumen, nuestra vida humana y el ejercicio de nuestra responsabilidad en el dominio de la realidad y en el establecimiento de la convivencia y de la índole de la sociedad humana, se desenvuelve en el trasfondo de ese inaccesible misterio del Bien y el Mal, de lo material manipulable y lo profundo de la conciencia. Es en ese ámbito profundo, en el que los creyentes anclamos el misterio de Dios, y en el que los cristianos osamos decir que un hombre concreto, perfectamente identificable y con todos los estigmas de nuestra finitud, nos ha dado acceso a un horizonte imprevisto y ha dotado de coherencia absoluta y definitiva la caducidad y la materialidad, el irresoluble misterio de nuestra existencia (mortal, pero dotada de una proyección inalcanzable por nosotros mismos), y la imposible pretensión y el anhelo irreprimible de la fraternidad universal.

Los cristianos, más que afirmar, vivimos felices el anhelo imposible del hombre, precisamente porque siendo imposible lo contemplamos encarnado plenamente en un misterioso Jesús, y solamente en él se hunde hasta el abismo para poder surgir con esperanza frente a un mundo injusto y sin otra posibilidad de salvación. Nos atrevemos, simplemente, a proponer el único Dios “comprensible”: el de la contradicción y la paradoja, el de la impotencia y el absurdo, el del abismo y lo profundo, el que no nos ofrece respuestas justificadoras ni nos propone sumisión resignada; en suma, el de la realidad y su misterio, el de la contradicción de nuestra vida personal y colectiva en sus incongruencias y sus logros, el de nuestro horizonte inasible pero infinito; el único que nos permite en este mundo nuestro de depredadores, esbozar un sonrisa, la sonrisa del niño, del inocente, del frágil, que desde lo más hondo de su ser mira complacido hacia delante.

Por |2019-10-07T18:35:12+01:00octubre 7th, 2019|Artículos, General|Sin comentarios

Deja tu comentario