La liturgia no es un protocolo sagrado de obligado cumplimiento, ni una normativa severa de gestos y rituales imprescindibles para sentirse parte de una gran institución e identificarse gestualmente con ella; mucho menos un catálogo de símbolos y signos mágicos, cuya estricta ejecución asegure efectos relegados al ámbito de lo misterioso y de lo oculto. Al menos no debería serlo, porque ni es ésa la razón de su instauración, ni la voluntad y propósito de su ordenamiento y promoción, ni de su instauración y extensión en las comunidades cristianas, en las “iglesias locales”.
Ni su origen está en la voluntaria y tal vez justificada decisión de un pastor, que pretende dotar de señas de identidad y de legítimo “orgullo” a sus fieles; ni su razón de ser es el mandato y la imposición, para lograr uniformidad y expresar poder, capacidad de convocatoria masiva, o voluntad de rendir homenaje a Dios con una especie de festival o espectáculo público perfectamente ensayado y sincronizado.
La única razón justificativa de la liturgia cristiana, y ésta insoslayable, es el mandato celebrativo de Jesús, implicado en su expresión evangélica: “…Pues donde estén dos o tres reunidos en mi nombre; allí estoy yo en medio de ellos…” (Mt 18,20). Y la fundamental no es otra que el “sacramento inaugural” de la Última Cena y su: “Haced esto en memoria mía. Pues cuantas veces comáis este pan y bebáis esta copa, anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva”, tal como lo transmite san Pablo (1 Cor 11,26). Ahí está la raíz de la necesidad de manifestar festivamente la vinculación, la solidez y el compromiso militante de la comunidad y de cada uno de sus miembros. Por decirlo de un modo conciso y expresivo: el mandato misional de Jesús es celebrativo; y eso exige la reunión festiva de la comunidad de discípulos para compartir, convivir y enriquecerse mutuamente en el seguimiento; desde la alegría y la confraternidad, desde el banquete y la fiesta. Ése es el núcleo que origina y legitima toda la posterior y más tardía evolución de la liturgia cristiana.
Que el gozo festivo y la dinámica celebrativa vayan cristalizando en una pauta de conducta, un ritmo o “ritual”, de acuerdo con la sensibilidad específica y la identidad propia de cada comunidad, es comprensible, e incluso necesario; porque eso nos sucede en todos los ámbitos de experiencia de nuestra vida: vamos marcando concreciones determinadas, puntos de encuentro cargados de sentido y donde se concentra algo profundo e íntimo, vital y sagrado, que experimentamos y necesitamos como reducto imprescindible y fuente inextinguible de identidad personal y colectiva, y de horizonte de futuro y de plenitud. Son los lugares privilegiados donde palpamos con nuestros hermanos el por qué y el para qué de la vida y de nuestra propia persona, integrada en una dinámica que nos supera y nos trasciende, y que únicamente se hace constatable y evidente al cumplir ese mandato de Cristo, que encierra la promesa de su presencia y del Espíritu Santo derramado…
Por todo ello, la liturgia jamás puede ser impositiva, ni anquilosarse; porque siempre debe ser celebrativa. Por encima de todo es celebración: y eso significa que todos deben sentirse y saberse participantes, activos y concelebrantes. Uno preside, pero todos celebran. La pasividad en las celebraciones litúrgicas; o, mejor dicho, la actitud de espectador y no protagonista, no solamente es deplorable y triste; sino que, además, es errónea y falsa. Está basada en una visión y consideración deficiente y errónea. Por eso lo más importante no es el estricto cumplimiento de los rituales y rúbricas, con toda la intransigencia y obsesivo puritanismo y rigidez, dignos de mejor causa; sino que la propia comunidad promueva y estimule la vinculación y sentido participativo y de integración de todos los concelebrantes. Y es ahí donde quien preside juega un papel relevante, que supone una responsabilidad que no hemos sabido promover, asumir, ni exigir. Porque quien preside no es la autoridad que inspecciona, vigila y constata y reclama mimetismo y pulcritud extrema como especialista en protocolo; sino quien asegura el vínculo de la comunidad celebrativa concreta con el resto de comunidades eclesiales, sin detrimento de la idiosincrasia propia y de la identidad peculiar de la iglesia local, alentando precisamente al garantizar la universalidad, su integración a través de él en la gran Iglesia, y estimulándola a perseverar en su personalidad propia, enriquecedora de esa manera del resto de iglesias locales. Quien preside jamás tiene como misión reclamar y exigir una pulcritud uniforme, porque las comunidades no son fotocopias simples de un único original intangible, sino interpretaciones libres y responsables de un guión extremadamente simple y cargado de sentido. Tan rebosante de una plenitud oculta en su abismo de significado, que requiere mil y una configuraciones distintas para logar percibir su riqueza inagotable desde la actualización multiforme; y no convertirlo en rutina anquilosada y en rigidez hierática, carente de vitalidad, de esa alegría y entusiasmo que provoca la auténtica celebración responsable.
Recuperemos, pues, la verdad y la profundidad, y dejemos de tener miedo a manifestar con espontaneidad y vitalismo, celebrativamente, el gozo del encuentro con Dios y los hermanos… entonces es cuando podremos percibir la necesidad de hacerlo; sin quedarnos inmóviles y encogidos, solemnes y sepulcrales, y dotando a esa liturgia de una seriedad congelada y sombría, que parece distante y a veces enemiga abierta del derroche de vida y alegría, de la incontenible expresión de dicha que implica el evangelio que anunciamos.
Jesús nos convoca a la asamblea festiva, y no se encuentra en las cavernas sombrías de tantas liturgias nuestras donde habiendo muchas personas no existe ningún sentimiento de comunidad; y menos de la alegría del encuentro… Cuántas veces parecemos “museos vivientes”, o simple “patrimonio histórico-cultural” o “histórico-cultual”, que tanto da…
Pero precisamente es la comunidad el sujeto de la celebración, y no el presidente de la misma, aunque le llamemos a él “el celebrante”. Hay que insistir: celebramos todos. Celebra la comunidad presidida por su pastor. Porque la liturgia cristiana no consiste en ofrecer un sacrificio por medio del sacerdote según el ritual estricto prescrito por la Ley. Jesucristo abolió y superó Templo, Sacerdocio y Sacrificio… Por eso la liturgia cristiana, más que “rendir culto a Dios” (que también), es compartir y celebrar la alegría de la salvación de la única manera que puede hacerse dignamente y según la voluntad de Jesús: en comunidad comprometida y viva, feliz y vibrante, protagonista y activa… en definitiva: en comunión, creativa y enriquecedora. Y su creatividad se pone de manifiesto en su energía evangélica, en su iniciativa y carencia de complejos para expresar y compartir, según el particular ritmo de su aquí y ahora, ese regalo de Dios.
Estímulo y aliento de ese carácter innovador y creativo, animador y vivo deben ser los obispos como pastores y los presidentes de las celebraciones de nuestras comunidades locales, de nuestras parroquias tan diversas; y no rémora constante y fijación obcecada en mantener atavismos y rituales solemnes de tiempos arcaicos y en formas y fórmulas hoy inexpresivas, que ni siquiera en su origen fueron tan sacralizados como se pretende, ni surgieron con al aura de exclusivismo e intransigencia con que ahora se pretende dotarlos…
Mientras la liturgia no sea la adopción y adaptación al ritmo de la comunidad local del mandato celebrativo de Jesús, libre, abierto, comprometedor y vinculante; sino la machacona y pretendida exigencia de un ritualismo descarnado y de una especie de protocolo sagrado, no cumplirá su sentido profundo y su exigencia evangélica de ser el lugar teológico de la presencia de Cristo y la experiencia cristiana de su presencia y cercanía; así como el acontecimiento de la efusión del Espíritu Santo sobre la comunidad creyente, o sea, la profundización, enriquecimiento y experiencia real de la vivencia actualizada de la fe compartida, la transparencia del misterio en cuanto acceso temporal y finito a la divinidad regalada e incoada como anticipo de futuro, al carácter proléptico del evangelio y de la comunidad viva local.
La expresión litúrgica tiene que entroncar e incorporar la vitalidad y expresividad de la comunidad, iglesia local, que la celebra. Porque es momento de crecimiento y ocasión de fortalecimiento de su fe, de su esperanza, y de su compromiso en la caridad y el mutuo compartir; y eso es lo que activa y responsablemente debe propiciar y animar su pastor–presidente en nombre y representación de todos y cada uno, identificado en su compromiso de fe y militancia precisamente con esa concreta y determinada iglesia local, y no con una superestructura, “La Iglesia”, dictadora de normas y ceremoniales, y celosa de vigilar la exactitud del cumplimiento de las letras y tildes de las leyes y normas litúrgicas…
La liturgia no ha de ser ritual perfecto, sino expresión de vida; no espectáculo solemne, sino compromiso de militancia; no de ejecución impecable y estética admirable, sino de gozo entusiasta y cautivador; no una función a la que acudir como espectador atraído o aficionado, sino un ejercicio de fidelidad y compromiso, de implicación y exigencia…
Audacia, coraje, imaginación, ilusión, carácter festivo e innovador, vehículo de alegría; así como proyección de compromiso y de actividad evangélica en todos los ámbitos personales y colectivos de los discípulos integrados en la comunidad; todo eso tiene que estimular, animar, coordinar, protagonizar y exigir el ministro que preside las celebraciones litúrgicas, asegurando, por medio su nombramiento oficial y con su incorporación a la comunidad, la unidad y la universalidad de la misma. Pero no actuando como el delegado, inspector, o supervisor de la rectitud en la ejecución del culto, ni como el especialista, único conocedor de los cánones…
Todo eso, ¡nada menos que eso!, es la celebración litúrgica de la iglesia local, de la parroquia, de la comunidad concreta de discípulos de Jesús. Y todo eso, ¡nada menos que eso!, se le exige como testimonio y compromiso a esa comunidad que se reúne, que necesita actualizar y vivir su fe, expresar y enriquecer su confianza, su esperanza, y su testimonio de fraternidad y de servicio, de alegría y de paz. Y todo eso, ¡nada menos que eso!, debe y está obligada a potenciar y animar la Iglesia universal, la que es Iglesia de iglesias, y no Sede de Príncipes, Academia de Doctores, ni Cuerpo de Inspectores…
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