Uno de los más importantes teólogos del siglo XX, Rudolf Bultmann, afirmaba que creer es imprescindible para poder comprendernos a nosotros mismos; en otras palabras, que es justamente el cristiano quien gracias a su fe, a esa afirmación central de que Jesús es el Cristo, desciende hasta la profundo de la persona del ser humano y puede, como diría otro gran pensador del siglo pasado, el filósofo Xavier Zubiri, «hacerse cargo de la realidad». Porque la genuina aspiración cristiana, la predicación constante e insistente de Jesús parece pretender eso por encima de todo: que seamos conscientes de quiénes somos y de lo que somos, para así poder encontrar el auténtico fundamento de nuestra vida y darnos cuenta de que Dios es tal precisamente porque se sitúa en ese fundamento y no en nuestras proyecciones mentales o en nuestras ansiedades y deseos. San Pablo lo expresó magistralmente: en Él vivimos, nos movemos y existimos. Ésa es la conciencia cristiana de la realidad y de la propia persona: nuestra vida está sumergida en el misterio de Dios.
No hablamos, pues, los cristianos de seguridades y certezas, sino de consciencia de la realidad y de lucidez respecto a nuestra vida humana, finita y limitada. La persona de Jesús nos infunde confianza y nos da la clave del sentido de la realidad y de la vida, precisamente porque no oculta nada, porque asume el aparente sinsentido del mundo y de la persona hasta sus últimas consecuencias sin evitar ni eludir el sufrimiento ni la muerte, la incomprensión y el abandono. El escándalo de la cruz es la única actitud definitiva y coherente con el interrogante ineludible de nuestra vida; cualquier otra pretendida respuesta, sea desde la desesperación o desde el triunfalismo, es evasiva, falsa o distorsionadora de la verdad.
Vivir como persona es, ciertamente, hacerse cargo de la realidad, asumirla sin objeciones ni lamentos, así como sin falsas ilusiones o ingenuidades escapistas. Lo evidente para un cristiano es que aquel hombre nos sumió en el interrogante radical de nuestra existencia y nos dejó desconcertados. Y lo definitivo para nosotros es que tras concluir de modo trágico su existencia, con una radicalidad y coherencia impecables, su vida resurge desde el misterio de la muerte sin pretensiones absolutas ni imposiciones antihumanas, pero con una vertiente de definitividad y de plenitud perfectamente coherente con su vida y anclada, como no podía ser de otra manera, no en la evidencia científica sensible y programable, sino en el estrato más profundo y enigmático de lo humano: el del amor y la esperanza, que fueron, justamente, las claves y el hilo conductor del desarrollo de su vida.
El mensaje de Jesús, su convocatoria universal e incondicional es la lucidez, esa clarividencia imposible, reconocida y afirmada en su persona, único lugar donde se convierte en raíz vital y en fuente de esperanza.
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