Como es bien sabido, John P. Meier tituló su impresionante obra sobre el Jesús histórico, todavía no concluida, con el título de Un judío marginal. Es una obra imprescindible y, al margen de la posible polémica sobre lo acertado del título (como siempre en estos casos hay una evidente división de opiniones), nadie puede dudar de la realidad a la que apunta y que es indiscutible: Jesús vivió en la Palestina de hace dos mil años como un judío marginal; es decir, no vinculado a la ortodoxia judía ni a ninguna de las corrientes dominantes en el judaísmo de su época, logrando así escandalizar a todos, enfrentarse a cada uno de ellos, y teniendo la sorprendente virtud de poner de acuerdo a todas las facciones y opiniones, rivales entre sí, para decidir su muerte.
Pero Jesús no fue solamente un judío marginal. Jesús fue marginal y marginado. Marginal por decisión propia, por el soberano ejercicio de su suprema libertad, obediente solamente al Padre; y marginado por voluntad ajena, por toda esa red de intereses y personas ciegas al profundo misterio de Dios que Él portaba, que van tejiendo un mundo exclusivo y exclusivista, del que expulsan de forma cruel e inmisericorde, despiadada y sin conocer límite alguno, a quien han señalado previamente como incómodo profeta porque con su indiscutible autoridad pone en evidencia sus turbios manejos y el verdadero rostro del poder: la maldad institucionalizada o la sumisión interesada.
Marginal y marginado fue Jesús en el seno del Israel de su tiempo y en el de sus estructuras religioso-políticas; que es tanto como decir que su peculiar forma de vivir y de hablar de Dios le llevaban a un comportamiento y una actitud ante la vida tan personal, que no se podía alinear con nadie, su originalidad le aislaba; y, además, le provocaba el rechazo y el distanciamiento o exclusión por parte de las autoridades y de las instancias oficiales que dirigían la vida pública en el pueblo judío.
En consecuencia, y por extensión, marginal y marginado fue su grupo de discípulos, que le rodeaba, le acompañaba y cuya vida compartía; aunque la animadversión se dirigiera casi exclusivamente contra su Maestro, cuya presencia otorgaba identidad al grupo, ya que el resto de sus componentes apenas podían considerarse personas peligrosas dada su escasa relevancia y su completa dependencia respecto a él.
Tras su muerte y resurrección, en marginales y marginadas se convirtieron las primeras comunidades de discípulos, surgidas inesperada y sorprendentemente en Pentecostés, y todavía inmersas, como Jesús, en el seno de un judaísmo expectante, en el que cabía todo grupo mesiánico imaginable, excepto el que llevara el sello de ese Jesús maldito, muerto en una cruz ignominiosa. Esa condena y esa cruz era suficiente como para marginar a cualquiera que osara cometer la estupidez de esgrimirla como signo de salvación, de revelación gloriosa de la divinidad. En aquel Israel, cualquier supuesto cristiano portaba los estigmas de la maldición y la exclusión; y, como su Maestro Jesús, eran marginados por los poderes y las connivencias directoras de este mundo. Pero, a su vez, eran marginales por decisión propia, como Jesús, al querer voluntaria y conscientemente situarse en los márgenes, en la periferia, en donde no hay nada que repartirse ni esferas de poder que conquistar. Ese nuevo modo de vida busca obsesivamente las antípodas de lo sensato y lo prudente, que parece ser la seguridad, la previsión, el control, el cálculo y dominio de este mundo.
Marginales y marginadas también, las comunidades que comienzan a establecerse en tierras gentiles, donde los marcos de la tradición judía y la poderosa influencia de su tradición milenaria no ejercía el control de la población ni marcaban el ritmo de una sociedad pagana. Pero también en esas ciudades y espacios, aparentemente abiertos a todo culto y a toda iniciativa intelectual o religiosa, donde proliferaban templos y dioses, y se presumía de búsqueda sincera y sin prejuicios de la verdad, de aceptación y tolerancia; también allí, tal vez de modo inesperado, la fe cristiana se convirtió en necedad y escándalo insoportable y en marca de ser proscrito, de insociable, de apestado: de marginal y marginado. De estar voluntariamente expuesto al rechazo e incluso a la persecución por hablar con la misma elocuencia de Jesús: la de un discurso de Bienaventurados y una vida de entrega y de lavar los pies. Forzosamente habían de ser vituperados, ridiculizados y evitados por todos aquéllos que se consideraran ciudadanos ejemplares.
Y de toda esta clara y conocida constatación surge el interrogante: ¿se puede ser fiel a Cristo sin ser marginal ni marginado en un mundo siempre dominado por recelos, rivalidad y competencia? ¿Se puede ser testigo del crucificado y resucitado sin huir de la vanidad, de la codicia, del poder? Porque vivir con entrega y alegría, con confianza y generosidad, derramando perdón y bondad, aunque el mundo abomine de ello ¿acaso va a estar de moda alguna vez?
Quien creyendo seguir a Cristo encuentra a su lado aceptación y complacencia, triunfo y aplausos, ¿no habrá de preguntarse si está equivocado?… Es preferible no buscar respuesta; pero quedémonos con la pregunta.
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