Confesar abiertamente en cualquier foro, incluso en esos de personajes resabiados y oscuros, y en los de aquéllos cuya vida se escurre entre el chismorreo, chirigotas y añagazas, impermeables al ardor de lo profundo; la imperiosa necesidad que tienes de alimentar tu espíritu y de colmar de ilusión y entusiasmo tu carrera, sin poder conformarte con señuelos de falsedad palmaria ni con engañosos reclamos interesados o propuestas que hunden en el tedio, en la rutina viciosa o en el hastío programado; y acompañar esa confesión de una alegría profunda y un evidente deseo de que llegue el momento de acudir a la cita de la comunidad orante alrededor de una sencilla custodia…
Experimentar día tras día, de lunes a domingo y de la mañana a la noche, el arrebato del Espíritu reclamándote oración y fortaleza, y convocándote con su fuerza irreprimible a esa hora que va acercándose en el transcurso de la semana…
Saber que no acudes a un ritual mágico ni a una iniciación secreta, que no se trata de ocultismo ni de ceremonias extrañas, que ni tan siquiera podría identificarse en esa Hora Santa un comportamiento solemne, una liturgia deslumbrante o un sentimiento de devoción y piedad rancio y trasnochado, ni tampoco un arrebato místico; sino que la sencillez y simpleza de ese acto tiene mucho más que ver con la austeridad y rudeza del misterio del Dios envuelto en nuestro barro…
Hundirme unos minutos en mí mismo y en mi Dios, que se me hace coincidente. Vivir de ese abrazo el resto de la semana sin que llegue a aflojarse del todo, a pesar de los olvidos y de los errores. Volver a respirar y suspirar en esa atmósfera del espíritu, cuyo regalo no puede dejar a nadie indiferente, y que he de agradecer semana tras semana…
Manifestar con claridad y de modo rotundo, sin titubeos, que mi vida sería otra, completamente diferente y menos apasionante y feliz, si tuviera que privarme de estar postrado una hora, ¡sesenta minutos escasos a la semana!, en una Hora Santa, orando en comunión con tantos, sin necesidad ni voluntad de conocerlos, porque ya considero suficiente encontrarme allí con ellos, sabiendo que es allí donde se encuentra la identidad que compartimos…
Declarar en público, sin miedo ni vergüenza, o en ocasiones incluso con algún miedo y más vergüenza, que no concibo vivir sin la oración, sin adorar al Cristo nuestro; y que, del mismo modo que necesito verlo y sentirlo presente en mis hermanos siete días, ininterrumpidamente, también necesito contemplarlo en el misterio unos minutos, no ya en la entrega y el servicio, sino en la quietud y en el silencio; para desde esa quietud y ese silencio volver a palparlo de nuevo en ellos…
Irradiar voluntariamente entusiasmo y alegría por acudir a la cita, porque se trata del encuentro imprescindible, el decisivo, aquél que no puede aplazarse ni dejarse al riesgo de la improvisación, porque te supondría siete días de tristeza y desconsuelo, al verte privado de la luz y del calor, del fuego de Dios…
Ser plenamente consciente de que cuando la imposibilidad te priva de esa Hora, necesitas llevarla en la memoria y rescatarla de lo profundo de tu alma donde anida, porque de hecho renovarla todas las semanas es actualizar a Dios, que te acompaña sin ausentarse de ti nunca, pero pidiéndote que goces con Él renovando su abrazo…
En medio de los horarios y prisas de agendas sobrecargadas, del ritmo acelerado de todos y de la ansiedad por no olvidar citas o entrevistas; atreverse a decir que hay una hora a la semana reservada e inviolable, innegociable y de prioridad absoluta, realmente sagrada y Santa, porque está dedicada a la oración y a adorar en la profundidad y en el silencio el misterio de Dios entre nosotros, más que sorprendente puede parecer antojadizo y ridículo. Y, sin embargo, necesito ese espacio; necesito ese tiempo para marcar el ritmo de mi alma.
Porque todo eso, y algo aún más inexpresable es acudir a la Hora Santa. Es confesar abiertamente que tu vida es un misterio; y que lo es porque en ella se entremezcla Dios, el gran Misterio. Y que misteriosamente te convoca a su presencia siempre, sin grandes aspavientos y sin muchas algaradas, pero con una decisión rotunda, para que descendiendo a lo profundo tu vida esté siempre rebosante de plenitud y de alegría, de paz y de sosiego.
Y, ¿EN ESA HORA?
Dejarse devorar por Dios desde lo hondo; sentir no ya el soplo y el fuego de su Espíritu, sino el desgarro profundo y placentero de su presencia en las entrañas, saberse convocado unos momentos al mundo del silencio infinito, porque es el de la melodía perenne, que dulcifica todos los ruidos y estridencia del presente. Palpar a Dios de modo imperceptible, embelesado y hasta embobado, sumergido y ahogado en lo inefable.
Y sentirte crecer, rebosar de paz y de alegría, incluso de bondad, del atrevimiento de ser capaz de ella. Y sentir que ese zarpazo divino te abre a la aventura, te calma de falsas inquietudes y de sospechas angustiosas, te viste de fiesta y te invita a la locura, a la locura de la cruz, del único trono desde el que se puede reclamar perdón e indulgencia para todos y misericordia sin límites.
Recobrar en esa Hora el tiempo que perdiste, la oración que olvidaste. Actualizar la promesa traicionada, la palabra de aliento que consentiste en que degenerara en murmuración o insulto, recuperar la sonrisa que con el paso de los días se convirtió en una mueca inexpresiva. Volver a atrapar tu propia vida y tomar sus riendas, esa vida que Dios te regalaba y te sigue ofreciendo, y de la que habías renegado durante la última semana; volver a sentir el sabor y el aliento de la Alto y no consentir que la rutina que intenta triturarte y la erosión amenazante se imponga al clamor del Reino de tu Cristo, que te llama incansablemente a su cruz: su cruz, su gloria, su banquete.
Todo eso te dice Dios sin más palabras; se lo escuchas una vez a la semana: es la Hora Santa.
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