Vivir en comunión no consiste en sentirse y saberse necesitado de los demás para formar parte de la Iglesia, del discipulado de Jesús, de los testigos del Cristo resucitado. Es algo mucho, muchísimo más profundo, muchísimo más serio y exigente… Porque es experimentar realmente, en la vida de cada día, la imposibilidad de vivir nuestra fe sin el hermano, sin la hermana, es sentir la impotencia radical de caminar solo; es necesitarlos incluso “físicamente”, necesitar su presencia y compañía para ser fieles. Es saber que él, que ella, también nos necesita no por nuestro valor o por ser imprescindibles; sino, simplemente, porque tampoco pueden vivir plenamente su fe sin mí. Es saberme responsable de esas otras personas, de su vida; y saberlas responsable de la mía. Vivir en comunión es saberse emplazado por Dios a compartir la responsabilidad de ser testigos de su evangelio comenzando por comprometer mutuamente la vida.
Es haber renegado de mí mismo, porque me he dado cuenta de que con mi buena voluntad aparente de llegar a Dios, no hacía sino alejarme, y únicamente el encuentro con él, con ella, me lo ha acercado, y ahora de modo definitivo. Es, por tanto, no querer dirigirme yo mismo ni regir mi vida, confesar mi impotencia para hacerlo y dejarme guiar; necesitar que él, que ella, que ellos me guíen, porque Dios me habla por ellos y en ellos. Y es percibir que también a ellos Dios les habla en mí y me exige que no les decepcione, que les cuide con la misma delicadeza y cariño que Él me muestra en ellos; que no defraude su ilusión y su esperanza, que esté a la altura de lo que Dios nos descubre cuando nos regala y nos exige comunión.
Porque el regalo del hermano, de la hermana, es comunión con ellos, es exigencia de misión, de entrega y de futuro. Es llamada a encarnar al Cristo cabeza, para que tome cuerpo en nosotros a través de esa alegría compartida, de esa unidad y de esa paz instalada ahora en una vida que, siendo la misma se torna distinta, nueva, teñida por la presencia del Señor e iluminada por su luz. Descubrir que se vive en comunión es llenarse de gozo, sumergirse en Dios y sentirse impulsado a hacerlo presente constantemente en una vida ya nunca solitaria, sino siempre compartida y necesitada del otro, es saberse despojado de cualquier derecho a hablar en nombre propio cuando nos referimos a Dios y a su misión, porque ya nada haremos ni podríamos hacer en solitario; es ser ya siempre embajadores de los hermanos y necesitados de su consuelo, de su perdón, de su fuerza y de sus ánimos, de sus palabras y de su presencia; es llevar hasta sus más hondas raíces la respuesta a la llamada de Cristo a sus discípulos, que nos exige olvido de uno mismo y lavar los pies al hermano.
Pero no queda ahí. Sentirse y saberse en comunión, ser plenamente consciente de los lazos con que Dios te ha estrechado a tus hermanos, es también saberte dolorosamente culpable por decepcionarlos y tener miedo de entristecerlos. ¡Y es estarles tan agradecido!: es saberlos un regalo, el regalo de Dios para que vivas, el privilegio de que tu vida pueda reposar en sus manos, en que son las suyas las manos con las que Dios te acaricia, suya la voz y la energía que te había destinado, la paz y la alegría que te manifiestan su Providencia. Y es agradecer también el privilegio de que Dios tome las tuyas, tus manos, para acariciarlos a ellos, que les hable por tu voz, y que tu sonrisa les colme de gozo; que tu abrazo los proteja y forméis juntos, unidos, esa firme muralla inexpugnable de lo irrenunciable del amor y del discipulado. ¡Qué privilegio el de la hermana, el del hermano, unidos por Dios y arrojados por Él hasta lo eterno, lo imposible, lo que adivinamos como plenitud inalcanzable y Dios nos acerca y nos permite gozar!
Porque vivir en comunión es gozar de Dios, hundirse en El, dejarse llevar por el vendaval de su Espíritu y por la brisa divina, es tener una visión en el desierto, desbordar de vida, es amar y ser amado, es conjurarse en la bondad, rescatar la utopía, arder en las tinieblas, iluminar con la mirada y sonreír con los labios. Vivir en comunión es, además, la única y definitiva manera, inevitable, de ser de Dios y de Jesús, de morir en su cruz y resucitar en su vida; en una palabra: de ser cristiano.
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