La dimensión penitencial de la vida cristiana, del seguimiento de Jesús, es ineludible. Porque es algo tan sencillo como constatar con clarividencia y sin aceptar coartadas o buscar hábiles subterfugios, nuestra condición de pecadores; es decir, de indignidad para que Dios se fíe de nosotros y su Hijo nos confíe el anuncio de su evangelio.
Porque cuando uno tiene el valor de reconocerse como es, cuando nos atrevemos a encarar el desolador panorama de nuestra vida cada vez que hemos querido prescindir de Dios al poner nuestro empeño en seguir exclusivamente nuestra voluntad (indudablemente buena, pero rigiéndose según la lógica y los parámetros de nuestra razón, y de acuerdo a los modelos humanos y sociales en los que forzosamente vivimos); entonces, nos vemos obligados a reconocer un déficit profundo en nuestro compromiso cristiano y una necesidad de corrección y de enmienda: no podemos dejar de “hacer penitencia”.
Porque “hacer penitencia” no es realizar obras meritorias, o compensar las consecuencias negativas de nuestros actos, o sufrir algún tipo de castigo como correctivo de nuestras malas disposiciones, o pagar el precio de nuestros errores. Mejor que hablar de “hacer penitencia”, se trataría de vivir nuestra vida como creyentes también en una dimensión penitencial; es decir, reconocedora siempre de nuestra ineludible torpeza para lograr cumplir con el encargo de Jesús: pasar haciendo el bien.
Porque tal vez sea ése el término más cabal para definirla: torpeza. Torpeza insalvable, si no es con la luz y la fuerza que nos regala el mismo Dios. Hemos de conocer y reconocer nuestra torpeza radical; ella es la causa de que la verdadera tentación no nos llegue del exterior, sino de lo más hondo de nosotros mismos: el orgullo, la soberbia, el prescindir no de Dios pero sí de su palabra, de su verdad, de su evangelio; es decir, pretender hacerlo un dios a mi medida, querer dictarle cómo debe Él hacerse presente en lo humano y cómo debe gestionarlo.
Actitud penitencial significa por eso, simplemente, sensatez y cordura para asumir nuestra ineludible pequeñez y miseria, nuestra impotencia radical para llegar a ser quien Dios espera que seamos y nunca nos decidimos a ser. Y eso es también lo decisivo: que nos hace conscientes de lo que Dios quiere que seamos y podemos ser. Y nos impide adormecernos, animándonos a volver a emprender esa tarea cautivadora de convertirnos en portadores del amor y la misericordia suya; nos resitúa en la senda del seguimiento reclamándonos coherencia y militancia activa, actitud de discípulos, riesgo evangélico.
Reconocer nuestra torpeza es pedirle a Dios que la disculpe, que nos perdone, porque es Él nuestro Creador y quien mejor la conoce. No ocultarla sino exponérsela sin tapujos y atreviéndonos a mirarla de cerca. Reclamarle humildemente el perdón anunciado y prometido; no dudar de ese perdón suyo, y así volver a sentir su aliento consolador y su fuego interior; renovar nuestro compromiso y nuestro empeño de ser portavoces de su palabra liberadora y de su vida entregada. Eso es vivir en dimensión penitencial; algo mucho más serio y radical que el tranquilizador “cumplir la penitencia”…
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