Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír (Lc 4,14-21)
¿Que en Jesús se cumpla la promesa de Dios? ¿Qué hacia Él se encaminaba la historia de su pueblo? ¿Qué culmina en él la revelación que comenzó en Adán? ¿Que su persona haga a Dios humano? ¿Que asomarse a sus ojos es descubrir la luz del cielo, y que su voz sea tanto como escuchar sin disimulos ni malentendidos la voluntad divina? ¿Que seguir sus pasos significa caminar hacia la trascendencia? ¿Que acompañarlo es escoltar al Altísimo? ¿Que buscarlo es no conformarse con esta realidad caduca? ¿Que él resume a Dios y asume a la humanidad? ¿Qué ya no hace falta esperar a nadie más? ¿Que, al menos de parte de Dios, ya está todo dicho; y de parte del hombre todo se puede decir?
¿Y quién se atreve hoy, cuando el hombre domina el universo, a decir que sólo en Jesús la vida humana encuentra su auténtico sentido? ¿Quién osará afirmar, a riesgo de ser tachado de ingenuo o temerario, de provocador o necio, de insociable o huraño, que quien no se deja dirigir por Él jamás tendrá acceso a lo definitivo de lo humano? ¿Quién se atreverá a alzarse desde la mediocridad de su vida y desde la superficialidad que le atosiga hasta la libertad del Jesús incomprensible precisamente por eso, porque nos dice que Él cumple la plenitud del anhelo humano y lo cumple porque es divino?
Cumplimiento, plenitud, instauración de lo definitivo en nuestra tierra de cizaña. La infinitud de Dios en nuestra arcilla quebradiza. Acceso a lo ya irrenunciable.
Cualquiera celebraría esa noticia y se sumaría feliz, entusiasmado, a celebrarla. Pero, ¿en Jesús?, ¿en ese galileo?, ¿en el nazareno?, ¿en el hijo del carpintero?; ¿en éste de oscuro pasado, misterioso, y de negro porvenir?, ¿en quien habla de pobreza y vive desde el prójimo?, ¿en quien invita a seguirle sin ofrecer compensaciones ni ventajas?, ¿en quien convoca al futuro sustrayéndose a las seducciones y chantajes del presente?, ¿en quien promete la cruz como único camino de esperanza?, ¿en quien habla del Padre del cielo y muere diciendo Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?, ¿en quien dice ser la fuente de agua viva, y en su agonía exclama Tengo sed? ¿En Él la plenitud? ¿La salvación? ¿La inauguración del gozo del Reino y la reivindicación de los justos?
El oráculo del profeta Isaías, aunque increíble no sorprende. No sorprende tanto como la pretensión de Jesús de llevarlo a cumplimiento.
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