El rey David, en el apogeo de su poder, quiere lo mejor para Dios, honrarlo sobremanera, ofrecerle todo lo que posee como muestra de homenaje y agradecimiento, porque sabe que a Él se lo debe y reconoce la majestad y benevolencia de quien lo sacó de sus rebaños y lo condujo al trono de Israel; decide, pues, construir un Templo como nunca lo ha habido sobre la tierra, y que la Gloria del Dios de Israel sea reconocida por todos los pueblos. Sin embargo, Dios rechaza esa idea, desautoriza a David: no es él quien debe hacer proyectos para Dios ni programar su morada o su culto, por muy bienintencionada y loable que sea la idea. David no construirá el Templo.
Cuando María, en el extremo de su sencillez y de su humildad, quiere lo mejor para Dios, ofrecerle todo lo que tiene, lo que hace es entregarse a sí misma, su propia persona, en el anonimato y la entrega. Y Dios también la rechaza: no es ella la que programará su vida, sino Él, ella no debe hacer proyectos. La iniciativa será del Señor.
Cuando nosotros nos dirigimos a Dios con nuestros mejores propósitos para dedicarle nuestra vida y reconocerlo como el sentido de nuestra existencia; nos asimilamos a David en lo material (le ofrecemos aquello que tenemos), y a María en lo personal e íntimo (nos ofrecemos en lo que somos). Y, en consecuencia, también Dios rechaza nuestro “programa” para con Él: será Él quien tome la iniciativa y nos descubra sus planes para con nosotros.
Dios es siempre el que trastorna nuestros proyectos; y no solamente nuestros proyectos “humanos”, sino nuestros propios planes “religiosos” de devoción y piedad. Es Jesús, el que incomoda continuamente a los devotos y piadosos constituyéndose en “la sorpresa de Dios”, el pregonero del Reino, el vocero del Evangelio: “lo nuevo” ha comenzado y no puede encerrarse en esquemas o códigos preestablecidos, sino que va a rebasar siempre las medidas humanas y a situarse más allá de nuestras expectativas y proyectos, por santos que nos parezcan o exigentes que los hagamos. ¡Dejémonos sorprender por Dios! Ni nuestras mejores obras ni nuestros mejores deseos nos dan acceso a la salvación.
Solamente cuando aceptamos lo inútil de nuestras pretensiones de “honrar a Dios”, como David; y cuando, reconocemos la corrección por Dios de nuestro deseo de entregarnos a Él, como María; sólo entonces, realmente Lo honramos y realmente acepta nuestra entrega. Porque Dios es El Imprevisible para nosotros. Dios es siempre, lo queramos o no, lo aceptemos o no, memoria subversiva y peligrosa para nuestra ramplona humanidad, más allá de nuestras mejores y santas aspiraciones. Dejémonos corregir por Él, como David; dejémonos envolver por la fuerza misteriosa de su Espíritu, como María; y sepamos que los signos de ese sumergirnos en su presencia son la paz y la alegría, la humildad y el amor.
Deja tu comentario