LAS BODAS DE CANÁ

María abre los ojos de su hijo. Jesús se deja abrir los ojos por su madre. Incluso en la autonomía y la independencia del ya adulto, María sigue enseñando a Jesús; Jesús sigue aprendiendo de María, sigue necesitando, como todos, que le abran los ojos, que le señalen su camino.

La consecuencia se impone con sorpresa: incluso siendo Dios, es imposible ser persona sin el otro, que te abre con delicadeza los ojos a ti mismo, que no te agobia ni te obliga, que te tiene tal cariño y tal respeto, que su única alegría es llevarte a ser tú mismo, que seas tú prescindiendo de él si así lo quieres. Y una madre lo sabe, María lo sabe y, tal como hace el mismo Dios, solamente sugiere… le sugiere a su hijo, le sugiere a Dios… sin temor, pero creo que con cierto temblor, con timidez, con ese absoluto respeto que da la confianza íntima, la comunión profunda, la delicadeza del amor incomprensible y misterioso…

Y Jesús comprende, se deja llevar, consiente en ser conducido hasta sí mismo por su madre; y, tal como hará siempre, se alegra profundamente (estoy seguro), de que su madre le diga, le indique, le pida bondad, le haga derramar la ternura que ella misma ha sembrado y con la que ha ido regando su vida desde niño. Y Jesús le agradece profundamente a su madre que le conduzca delicadamente hasta sí mismo.

Necesitar al otro para ser tú mismo y, sobre todo, para saber quién eres, para reconocerte y para que dejes surgir de ti lo que tal vez ignoras, lo inaccesible, lo que llevándolo tú no es para ti…

María no es co-redentora porque encarnó al Hijo de Dios, sino porque lo hace persona humana y le enseña al mismo Dios (el incapaz de en-sí-mismarse), cómo puede seguir siéndolo siendo hombre…

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