MEDITACIÓN PARA UNA HORA SANTA
Quiero aprender, Señor, a hablarte; a hablarte como amigo y confidente. ¡Tendría, Señor, que decirte tantas cosas!
Pero, sobre todo necesito aprender a escucharte, estar atento a tus señales y a tus signos delicados y casi imperceptibles, porque pongo siempre por delante mis ideas y proyectos, que me nublan la mirada y la orientan hacia mis planes…
¿Por qué pretendo trazar rutas y caminos para encontrarte, si estás tan cerca: a mi lado…?
¿Por qué busco inquieta y afanosamente motivos especiales y actividades concretas en las que agradarte, si cada momento y cada persona de mi vida cotidiana son ocasión privilegiada y única de tu presencia, de tu compañía y de tu llamada a descubrir el gozo y la alegría, el agradecimiento y la ilusión, sin necesidad de mis montajes, de mis elucubraciones, ni de mis deseos y ansiedades por atraparte y encerrarte en mi autocomplacencia?
¿Por qué me desasosiega ver que no se cumplen mis previsiones ni mis deseos, si afirmo que sólo pretendo hacer tu voluntad y no la mía? ¿O es que, por el contrario, pretendo someter tu voluntad a la mía?
¿Por qué tras esforzarme en que todo salga “perfecto”, me siento defraudado y triste ante el fracaso, como si el valor lo diera mi esfuerzo y fuera yo quien tiene que definir en tu nombre la perfección y dictar las normas para honrarte?
¿Por qué me asalta el temor y la tristeza cuando menos lo espero, y un simple detalle me desequilibra e incluso me enfada y me vuelve impaciente e incluso intransigente?
¿Por qué los defectos ajenos, que se muestran de modo innegable y manifiesto, no los miro con indulgencia; los asumo con paciencia; y los considero como lo que realmente son: expresión de esas torpes limitaciones humanas que tenemos todos y que, inconscientemente, nos dominan?
¿Por qué en lugar de ser tan rígido conmigo mismo y querer imponerme disciplina, control absoluto y exigencias para “ser perfecto”, no considero con humildad, paciencia, e incluso humor mis propias limitaciones, y con ello me vuelvo amable y dulce, delicado y sonriente?
¿Por qué no acabo nunca de conseguir lo que tanto quiero: seguirte con absoluto desinterés y con entrega total, simplemente sintiéndome feliz de acoger, perdonar y servir a mis hermanos?
Hay tantos “porqués” en mi vida… Pero tú, Señor, los conoces todos…
Y sé que todos ellos me acercan a ti.
Ayúdame con tu acompañamiento silencioso a no dudar nunca de tu cercanía y sentir siempre el calor de tu presencia; ayúdame a contagiarme de tu ternura y tu sonrisa, a saber escuchar tus palabras de ánimo, a seguir tus pasos…
Que no me venza nunca la amargura o la decepción…
Que nada ni nadie me arrebate la ilusión y el entusiasmo por seguirte…
Que no me inquiete la ingratitud ni el recelo de los otros…
Que nunca defraude tu confianza, ni el cariño de los míos…
Que no me deje vencer por la pereza, el cansancio o el desinterés ante el fracaso o la incomprensión ajena…
En resumen, dame fuerzas, Señor, para dejar que me mires a los ojos, y que me lleves de la mano…
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