ROMPER LA TRADICIÓN  (Juan, el Bautista)

ROMPER LA TRADICIÓN  (Juan, el Bautista)

Para que Dios irrumpa “personalmente” en la historia humana hay que romper las “tradiciones sagradas”. O, por decirlo con mayo precisión: la llegada de Dios en persona supone el vuelco de todos nuestros intentos de comprensión y la desautorización de todos nuestros esfuerzos y de todas nuestras “actividades cultuales y religiosas”. La vida (y la muerte) de Jesús son la evidencia y la palmaria muestra de ello. La cercanía de Dios en Jesús quiebra todo nuestro “imaginario religioso, sacrificial, y cultual”. Y lo hace de raíz: ya no más Templo, Sacerdocio ni Sacrificio, porque ha llegado Él

Y en esa perspectiva, que nosotros vemos, comprendemos y asumimos a posteriori, no se trata sólo de que esas “Sagradas Tradiciones” estén contaminadas de nuestros torpes e improcedentes modos de imaginar el misterio divino, siempre presos como estamos de nuestras provisionales ideas y cosmovisiones, de interpretaciones interesadas o no, pero siempre cautivas de nuestras limitadas perspectivas, del influjo de nuestra geografía e historia y del colectivo humano en el que se desarrolla y crece nuestra persona; más allá de todas las inevitables unilateralidades, la quiebra se produce en los fundamentos supuestamente inconmovibles, cuyo cumplimiento y práctica significaban, según la “Santa Tradición” establecida, la fidelidad a y el mantenimiento de la misma Alianza, es decir, la propia Revelación divina.

No se trata, pues, únicamente de que con Jesús y su radical cambio de perspectivas respecto a lo que esperamos de Dios, se produce un decisivo y “sin retorno” punto de inflexión en la historia humana desde la base de una presencia y acompañamiento divino nunca imaginado (y nunca imaginable); hay algo más sutil en ese nuevo estado de cosas y en la actitud requerida para poderla percibir, poderla gozar y poderla transmitir, anunciar. Ese “algo” es de lo que vive el Bautista. Se llama Espíritu, proviene de Dios, es indescriptible, pero es provocador e impulsa a algo siempre nuevo y en el horizonte de lo infinito. Obliga a enterrar el pasado y mirar al futuro.

Lo de Juan Bautista es un presentimiento. El presentimiento del profeta. Como Moisés en el Sinaí, o Elías en el Horeb, siente un roce en su vida, la caricia de la “suave brisa” del Espíritu de Dios, casi imperceptible en su delicadeza, ahogada y silenciada por nuestros ruidos y tormentas, por los gritos destemplados de nuestras quejas y protestas y por la violencia de nuestros golpes y peleas. Solamente él parece presentir como un murmullo ese cambio inminente de la historia; pero el presentimiento le exige la ruptura y provoca la atención ajena: se convierte así, al principio tal vez sin pretenderlo y luego voluntariamente, con el impulso de ese espíritu que se adueña de él, y por el que se deja llevar (como Moisés, como Elías…), en “signo profético”, convirtiéndolo en testigo de algo, de Alguien, al que no pide explicaciones porque le supera.

Y el presentimiento, la certeza inexplicable de que Dios llega de forma inesperada pero perceptible, le exige la ruptura, una ruptura previa a la misión, la ruptura que hace posible la acogida del misterio y se resuelve en misión. Juan comienza a ser “el Bautista”, “el precursor”, cuando rompe con la “santa tradición” y rechaza el sacerdocio para poder dejarse llenar de esa brisa nueva, suave y desconcertante, anuncio de presencia real y personal del mismo Dios en su misterio.

¿Qué mayor dignidad, responsabilidad y compromiso para un israelita fiel que mantener personalmente el culto y el sacrificio, la Ley y sus obligaciones sagradas, siendo heredero por su propia estirpe del sacerdocio legítimo, y con ello cooperador del único Dios verdadero y encargado de ofrecerle el homenaje y el culto en nombre de todo el pueblo?… ¿Qué varón de estirpe sacerdotal se atrevería a rechazar el encargo de Dios a través de su Ley, renunciando así a su genealogía, por un simple presentimiento del Espíritu?… Juan lo hace con el único aval de su persona, “tocada” por la gracia divina, gracia que, percibida por él y aunque permaneciendo siempre inexplicable, se convierte en el desafío provocador de Dios a toda una Historia Sagrada plagada de promesas suyas malinterpretadas; así como de propuestas y demandas atendidas sólo desde la mezquindad y el afán interesado, y desde la manipulación de lo sagrado, fruto de la codicia y de la renuncia a la indiscutible llamada a la santidad , que constituía la raíz verdadera de la propuesta de Dios a su pueblo

Juan rechaza y rompe por atender la llamada de Dios, para dar acogida al futuro abierto, al incontrolable… a lo que es tan sólo un presentimiento: a lo que siente perfectamente como previo y más urgente en su vida, y que no procede de él, ni de aquello que en apariencia es lo más sagrado y le es propuesto como don y tarea: la fidelidad a la tradición y a la estirpe, perpetuando un sacerdocio que supone un privilegio de Dios y un incomparable regalo. Y es que el regalo auténtico de Dios es siempre nuevo, se percibe como una urgencia, hay que dejarse llevar, mirar hacia el futuro en un horizonte de infinito… y exige dejar el pasado, romper esquemas previos, descartar proyectos propios, abandonar ciertas tradiciones sagradas sin buscar explicaciones ni pretender un paisaje diáfano y claro…

Nadie dudaba del previsible y prometedor sacerdocio del hijo de Zacarías, pero él rompió la “Tradición” porque presintió lo nuevo de Dios y se dejó llevar… esa ruptura fue la antesala del Mesías Jesús, el Dios “rompedor”…

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