HACIA EL FUTURO, SIEMPRE A LA ESPERA (Jn 14, 15-21)
Aceptar la propuesta de Jesús y su “evangelio” es dar un decidido paso hacia el futuro y definir nuestra vida en función de él, y no en función de nuestra biografía ni de nuestro “pasado”. El discipulado no se define tanto por un peculiar conocimiento (la “sabiduría de las cosas de Dios” es algo distinto), como por una esperanza. Es verdad que el único pecado “imperdonable” porque nos cierra los ojos para reconocer lo divino que Jesús aporta a nuestra humanidad, es el de querer negar vigencia a ese “momento” vital que Él encarna y que ha despertado nuestra concienciade ser acompañados por Él, haciéndonos experimentar su fuerza, su autoridad y su misterio; pero lo que su cercanía nos aporta, si la aceptamos y nos dejamos interpelar por ella constituyéndola en circunstancia y ocasión decisiva de nuestra forma de apreciar y proyectar la realidad y la vida, es sobre todo algo que quizás podríamos definir como “el entusiasmo de la espera”; o, dicho de otra manera, la proyección decidida al horizonte de esperanza desde el que sentimos valiosa, exigente, feliz y plena nuestra vida. Ése es el horizonte de Dios, el de la promesa. Y ésa era la razón de ser de su anuncio del Reino: integrarnos en su dinámica divina de futuro abierto, de renovación constante y eterna a través de la fuerza de su Espíritu Santo… Es desde esa perspectiva, desde la que habla Jesús a sus discípulos en su despedida.
La temporalidad de Dios, la única “temporalidad” posible de la divinidad y lo divino, la encarnó Jesús para convertirla en ocasión e impulso de eternidad. Seguir a Jesús, estar en comunión con Él, constituir la comunidad de sus discípulos, injertados así en Él y conjurados en su nombre, es vivir como Él, “en tensión”, en tensión hacia el futuro… eso es lo que nos identifica con Él, nos compromete en su camino, y nos asegura la constante presencia suya y la asistencia de su Espíritu Santo; enresumen, la integración de nuestro ser y de nuestra persona en la propia divinidad, que hace del “tiempo” no una sucesión de pasado-presente-futuro, en esa concepción lineal que de él tenemos, sino instante eterno; o sea, momento de inmersión en un abismo que forzosamente nos supera como individuos físicos mortales, y nos da acceso a lo inexpresable pero “vivenciable”, eso que experimentaba cualquiera que a su lado, acompañando y dejándose acompañar por ese hombre, no pretendía encontrar respuestas, evidencias, ni razones probatorias o pruebas irrefutables y racionales demostrativas e incontrovertibles;sino, simplemente, se dejaba invadir por esa onda de luminosidad y transparencia que Él irradiaba, ese aura de compromiso e ilusión sorprendente por la vida comprometida en la entrega, en volcarse a los demás; ese gozo infinito de vaciarse de uno mismo porque al hacerlo, simultáneamente, se ve uno inundado de un océano inexpresable e infinito de gratitud y de dicha imposibles de haber previsto e inimaginable si nos atenemos a nuestra materialidad.
En esas dimensiones orientaba Jesús su vida y desde ellas contaminaba a quienes le rodeaban y seguían, impregnándolos de su propia peculiaridad divina, y proyectándolos a ese mismo “futuro divino”, que es el nuestro…
Aquello que Jesús nos propone, y a lo que nos invita tanto con sus palabras y “signos”, como con el simple testimonio de su forma de vivir, de vivir y de caminar hacia la muerte; es decir, de “des-vivirse”, con plena consciencia y absoluta libertad, no es alimentarnos del pasado y fijarnos en él, sino impulsarnos al futuro, tomando cada instante de nuestra existencia temporal en este mundo como momento de ruptura y decisión, como ocasión de renacer, de acceder a una trascendencia incomprensiblemente implícita en nuestra persona e incapaz de desarrollarse y proyectarse, ni siquiera de poderle poner nombre, si Él mismo no nos da fuerza e ilumina… Porque se trata de “una llamada al futuro desde el propio futuro”, una proyección a lo divino desde el mismo Dios, un gozo ilusionado por la promesa desde su definitivo cumplimiento inaccesible: lo imposible, lo aparentemente contradictorio y absurdo, lo desafiante, lo que requiere verdaderamente un nivel de audacia, de consciencia y de libertad sólo posible desde un caminar humilde y paciente, honrado y sencillo, agradecido y sereno, a la vez que entusiasmado, al lado de Jesús, insertándose en su vida y en su muerte…
Jesús habla “del Espíritu Santo que nos enviará”desde ese futuro, que es “el Espíritu de la verdad”, sólo reconocible cuando se decide uno a no dejarse atrapar por la dimensiones siempre limitantes de lo material, interesado y útil, y se instala en el horizonte del amor, de lo gratuito e invisible que, sin embargo, tenemos siempre tan cerca de nosotros. Es, por otro lado, el lenguaje paradójico y místicoque gusta emplear el cuarto evangelista para contagiarnos, precisamente en los momentos decisivos, esa extraña y única mansedumbre y serenidad que parece animar a Jesús en todo el (por otro lado dramático, trágico) transcurso de su vida: marcharse de nuestro lado para permanecer con nosotros para siempre, entristecernos por la ausencia para alegrarnos inconteniblemente con su definitiva victoria, morir para poder vivir, amarlo apasionadamente para que sabiéndolo más allá del tiempo lo experimentemos más íntimamente y ya nadie pueda arrebatárnoslo, poder acceder a la verdadera y definitiva vida únicamente porque estamos condenados a la muerte…
De alguna manera toda la vida de Jesús ha sido decirnos que no nos conformemos, que nos atrevamos, que perdamos el miedo y recuperemos la alegría, y con ella la audacia, la aventura, la esperanza… que nos decidamos (y pongamos en ello toda nuestra libertad y nuestro entusiasmo), a “creer en Él”, a fiarnos de ese mundo que Él nos abre, precisamente porque no es algo “fantasioso” y capricho suyo, sino que constituye la única perspectiva divina de lo humano… Es como decirnos que, en cristiano, la única forma de vivir en verdad y profundidad la realidad, es sabiendo que apunta a la utopía, y de ahí sus aparentes y apasionantes contradicciones y absurdos que salpican e invaden nuestras propias personas, y ante las que hemos de reconocernos inermes. Por eso todas nuestras limitaciones y carencias, todo lo que nos parece incomprensible y descorazonador, aquello que parece truncar nuestros deseos o derrumbar nuestros sueños y proyectos; todas esas mermas aparentes a la vida que ansiamos, quedan absolutamente relativizadas y devaluadas ante el futuro inefable que Jesús nos anuncia, nos ofrece y nos propone, porque hacia allí se dirige la vida buscando alcanzar su plenitud.
Y por eso nos habla de “cumplir sus mandamientos” no como quien nos entrega un Códigoheredado, mirando al pasado como punto de partida y situando en él el momento culminante de la solemne entrega de “la Ley y la Alianza”; sino como la identificación con Él mismo, con su persona, con su forma de vivir esos mandatos, con un cumplimiento que se resuelve en fidelidad y “obediencia” a ese estilo peculiar que identifica a Alguien como “aquél que pasó haciendo el bien y liberando a los oprimidos por el mal”… Cumplir y guardar sus mandamientos es permanecer fieles, y ello no es fijación en lo pretérito, sino garantía de futuro: nos abre las puertas de Dios, nos asegura presencia y compañía, renovación constante y eterna, se confunde con el amor indescriptible e inagotable en que nos sitúa…
Identificarse con Jesús (eso es lo que Él nos pide), no es ni imitarlo ni suplantarlo; porque Él es, más que cualquiera de nosotros, inimitable e insustituible. Pero eso, que sólo lo descubre el amor, y sólo lo hace posible la esperanza y la utopía (es decir, “el mundo es incapaz de conocerlo” por sí mismo), nunca impide incorporarse a su propia vida, entrar en comunión con su persona, dejarse penetrar por ese impulso vital que lo anima y que hemos de describir como entrega absoluta, bondad más allá de lo imaginable, amor incondicionado, apertura ilimitada… Identificarse con Él, lejos de imitar sus hechos, que quedan fijado en la historia humana en su materialidad, forjando el pasado, es dejarse absorber con Él por el futuro, ése que nunca será ayer, y nunca culminará mañana…
Entrar solemnemente en Dios, porque nuestra realidad y nuestra vida están tejidas con los hilos de la divinidad, es lo que nos propone el evangelio; pero de esa manera tan poco solemne como es asentir a Jesús, acceder a su misterio, hundirnos con Él en Él, porque Él nos lo propone…
Sí, de algún modo, “estar siempre a la espera”… Pero de ningún modo en la pasividad y la ignorancia; todo lo contrario: a la luz de su persona, con la audacia y el entusiasmo que solo Él nos contagia, y en su llamada a lo siempre nuevo que fundamenta la fe y la esperanza, la suya y la nuestra…
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