TENTAR A DIOS (Mt 4, 1-11)
¿Jesús tentado? ¿Tan humano que puede pecar como nosotros? ¿Tan provocado a la autocomplacencia, al egocentrismo y al protagonismo gratificante y autosatisfactorio como cualquiera de nosotros, como cualquier persona?…
Ése es el verdadero “poder divino”: que siendo su misterio inaccesible, exclusivo, trascendente a la realidad creada; sin embargo, Él mismo se propone y “se hace” inmanente, limitación creada, finito y “prisionero” de la materialidad pasajera,… persona humana vulnerable y susceptible de “ser tentada”.
Ser persona en este mundo y realidad nuestros (conocimiento, autonomía y libertad) implica deficiencia y proceso: necesitamos a los demás para vivir nuestra vida y forjar nuestra personalidad, para poder identificarnos como quien somos, para llegar a ser nosotros mismos. Y necesitamos también desarrollar nuestras potencias, crecer hasta el infinito como único horizonte de sentido de nuestra vida. Y Jesús, que es uno de nosotros, también lo necesita. Si es realmente hombre (y lo es) no puede prescindir de sus carencias, sus límites, ni sus dinamismos inherentes a la condición humana. ¿Cómo no iba a poder ser tentado? Más aún: ¿cómo la tentación no iba a formar parte durante toda su vida terrena, su encarnación, de su “entorno vital”? También él necesitaba orientar libremente su vida hacia el misterio de Dios y sustraerse al atractivo de sí mismo, a la complacencia de logros y éxitos posibles, a la simple revelación de su identidad y del misterio de su persona para ser reconocido y apreciado.
Vivir es “ser tentado”, porque es experimentar la propia inconsistencia, la deriva casi inevitable de nuestra persona por los derroteros de lo comprensible manipulable y lo visible; y percibir la excitante llamada a dominar nuestro entorno con nuestro exclusivo esfuerzo, sintiéndonos casi obligados a manifestar y ejercer cualquier capacidad de las que nos sabemos dotados, sea en beneficio propio, sea simplemente para que nos sea reconocida.
Y es bueno el saberlo, porque eso nos da toda la lucidez necesaria para “no caer en ello”, para no claudicar y concederle el protagonismo de nuestra vida. Porque para “vivir profundamente”, caminar hacia esa vida definitiva y propia que ansiamos (y no conformarnos con hacerlo en los límites e insatisfacciones constitutivas de nuestra materialidad), hemos de ir más allá de nosotros mismos, hemos de acoger con toda discreción, sensatez, delicadeza, serenidad, cariño, fe y esperanza, esos límites propios y trascenderlos desde los demás: desde Dios y desde nuestros hermanos que nos hacen accesible otra dimensión: la de esa trascendencia misteriosa, liberadora de nuestro ego, en el polo opuesto de todo lo enajenante y de toda dinámica alienadora o despersonalizadora…
Precisamente eso es lo que, de forma ejemplar y paradigmática nos muestra el hecho de que Jesús sea tentado: la inconsistencia del “yo propio” para el fortalecimiento y la forja de nuestra identidad personal; y el que ese “Satanás tentador” constituye la única y verdadera alienación de la persona, lo que nos hace renegar de nosotros mismos al desatender lo profundo y originario de nuestro ser, y desvía el camino de la autenticidad de lo que somos.
Esa persona que es Jesús (como cualquier otro de nosotros) sólo puede llegar a ser quien es en plenitud, a desarrollar su proceso único e irrepetible en este mundo creado; sólo puede ser fiel a sí mismo en su misterio, si no se deja atrapar por la tentación; es decir, por la provocación de la voz extraña y ajena que no sólo no nos enriquece (porque no nos abre a los demás, sino que nos cierra en nosotros mismos); sino que, además, nos engaña, al seducirnos con vanidades y señuelos de triunfos falsos y equívocos, artificiosos y traidores a la llamada más profunda e intensa que nos está impulsando a concentrar nuestras fuerzas justamente para hacer definitiva, absoluta e incondicional nuestra disponibilidad y nuestro afán de “anunciar el evangelio del Reino de Dios” con el testimonio de una vida de entrega y servicio, cuya clave se sitúa precisamente en que para vivir en plenitud necesita uno “desvivirse”, al contrario del móvil tentador… en las antípodas del “afirmarse a sí mismo”, uno descubre como única perspectiva y horizonte propio el de “expatriarse de sí mismo”…
¿Jesús tentado? Evidentemente: ¡para poder ser hombre! Y para mostrarnos cómo se es Dios siendo hombre… así como también cómo se puede ser hombre… porque el único horizonte real y digno del hombre es dejarse llevar por Dios, y eso es posible… el propio Dios nos lo hace posible…
Resumiendo: no se puede ser persona sin ser tentado. No se puede creer en Dios y orientarse hacia Él sin saber renunciar al espejismo de la autocomplacencia, de la propia e incluso legítima autopromoción; sin negarse al engaño o al equívoco del éxito, del triunfo; sin mirar a Jesús tentado y con Él desarmar con la verdad y la humildad al propio diablo…
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