SIN MIEDO A PREGUNTAR (Mt 11, 2-11)
Uno puede haber consumido su vida en anunciar al Cristo que llega, en vivir desde la austeridad y la renuncia como auténtico profeta, arriesgando la propia persona a causa de la insobornable fidelidad a la misión que Dios le ha encomendado; y, sin embargo, en el momento decisivo, cuando se afronta definitivamente (mirando a la muerte) el sentido y el riesgo del por qué y del para qué de la vida, surge la duda, la incertidumbre… Porque los interrogantes nunca desaparecen del todo, y la falta de evidencias, la conciencia de la propia inutilidad, la experiencia acumulada de errores y fracasos, y tantas otras consideraciones al respecto (desde la innegable maldad humana, hasta la “falta de pruebas” de la Revelación divina, siempre indirecta y velada), nos impiden tener certezas absolutas respecto a nosotros mismos; y, en consecuencia, respecto a lo que hemos dicho y hecho, supuestamente “en nombre de Dios”.
Hasta en “el mayor de los nacidos de mujer”, y precisamente en el momento culminante de su vida, se instaura la vacilación y la duda. Y Juan confiesa su ignorancia, esas dudas suyas, su perplejidad y su inquietud. Y lo confiesa sin excusas ni rodeos, con sinceridad y claramente; ante sus propios discípulos que lo admiran, y ante el desconocido Jesús, ante el que no sabe si humillarse o considerarlo un mensajero más, similar a él.
No se avergüenza de confesar a sus seguidores y admiradores que no lo sabe todo; más aún, que ignora lo más importante, lo fundamental y decisivo, que no ha reconocido todavía el sentido más profundo de su vida…
Y es que uno de los efectos más paralizantes y esterilizadores de la comunidad cristiana, de los fieles devotos y de sus pastores (y que es tomado engañosamente como “virtud”), es la tendencia a no plantear interrogantes ni dudas, a no cuestionar nuestra propia fe y sus implicaciones, considerando como una verdadera y diabólica “tentación” plantearle a Dios nuestra inquietudes e incomprensiones.
Pero, sin embargo, ello no es algo a lamentar; sino más bien un valiente signo de lucidez y de madurez cristiana. Si nuestra vida está realmente penetrada del Espíritu Santo y afianzado en Cristo como su fundamento más profundo, con una confianza absoluta en Él, entonces en ella habrá siempre más interrogantes que certezas; pero interrogantes apasionantes, conducentes a la aventura de la trascendencia y del infinito; nunca preguntas angustiosas o dudas que conduzcan a la ansiedad o a la zozobra, ni al temor o la simple resignación.
Porque nuestras sanas y recomendables dudas son los imprevisibles e incomprensibles destellos de lo imposible, de ese imposible futuro que nos convoca y nos atrae irremediablemente situándonos en la eternidad, y cuyo inagotable tesoro y regalo es el de la profundidad de la persona –siempre inagotable- elevado además a la dimensión de lo infinito: el misterio de Dios que afortunadamente nos desconcierta y nos plantea el sentido de nuestra vida, dándonos al mismo tiempo la claridad y la fuerza para no temer los interrogantes, sino trasladárselos confiadamente a Él con alegría, para recibir ilusionados su respuesta nunca negada, y que nos abre el horizonte de sentido cuyo anuncio son los signos evidentes del cumplimiento de las promesas, de la verdad de su presencia, enigmática e “invisible” a veces (casi siempre), pero siempre indicativo de la verdad de su presencia, de su compañía, de estar a nuestro lado estimulando nuestras preguntas e iluminando y haciéndonos capaces de adivinar las respuestas. Exponerle confiados las preguntas es afianzarnos en nuestra total confianza, esperanza y alegría en Él…es señal de intimidad y verdadera fe.
Es preciso exponérselas sin reservas, porque las está esperando para darnos su respuesta, siempre apasionante por desconcertante… nos estimula y excita hacia caminos de aventura y de promesas increíbles, desconocidas y atrayentes, sin menoscabar en nada nuestra autonomía ni nuestra libertad; al contrario, otorgándole posibilidad y futuro… Dios es siempre lo imposible hecho accesible… Ahí se sitúan sus respuestas…
¡Qué profundo agradecimiento y alegría por poder cuestionar a Dios, por expresarle nuestros interrogantes, nuestros irresolubles quebraderos de cabeza!
¡Y qué inmenso gozo su respuesta en signos y promesas, en indicadores de lo imposible, de tal manera coherentes y cabales con nuestras preguntas más profundas, que nos encaran al futuro de la utopía, a lo imposible que Él, y sólo Él, hace posible en nuestra propia vida.
¿Callar nuestras dudas? ¿Temer ir a Jesús a preguntarle si nos hemos equivocado? ¡Qué poca fe y que miserable confianza en Dios, si así lo hacemos! Hasta en eso Juan el Bautista nos advierte y nos provoca…
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