¿LA COMUNIDAD PERFECTA?
Un interesante comentario de Nines a los “Fragmentos de un escéptico” plantea la cuestión de dónde encontrar una comunidad realmente sincera y audaz para no vivir del conformismo ni de la satisfacción de tiempos pasados, ni renegar de todo lo que todavía es significativo para muchas personas sinceramente entregadas y cuya “religiosidad” se mueve en ese horizonte tradicional que algunos consideramos superado y necesitado de relectura y renovación, conscientes de que también esas personas nos son queridas y necesarias, ya que son hermanas y hermanos seriamente comprometidos. Espero contribuir a concretar un poco más las cosas con este texto.
Estoy completamente de acuerdo y comparto esa inquietud, que puede traducirse en desasosiego, al comprobar que “la comunidad perfecta” no existe, y que hay muchas buenas y honradas personas cuyos planteamientos y expectativas de vida se mueven en el terreno de una religiosidad tradicional, sin por ello compartir sus muchos errores, defectos o limitaciones, de los que se aperciben y rechazan, pero que no por ello creen tener que renunciar o alejarse de sus “prácticas”, en las que siguen encontrando motivos, fuerza e impulso para una vida entregada y fiel al evangelio cristiano.
Pero, en realidad, yo no pretendo ni quiero una “comunidad perfecta”, al margen de que tal cosa sea imposible por definición dada la forzosa imperfección de todos nosotros y lo evidentes que son para mí mis propios defectos, por imperceptibles que sean para quienes me rodean; y dado que en cuanto persona y en cuanto simple creyente me siento necesitado de los demás incluso para poder ejercer mi crítica, pues sólo pretendo profundizar cada vez más, y hacerlo cada vez con mayor precisión, y necesito por tanto a aquéllos con quienes comparto mi fe y mi vida. Muy al contrario, creo que la verdadera “comunidad ideal”, y a la que me adhiero entusiasmado y busco con ahínco fomentar, es aquélla en que somos capaces de compartir todos “lo profundo” desde puntos de vista, mentalidades y formas o prácticas diversas, enriqueciéndonos mutuamente con la distinta sensibilidad, honrada, sincera y abiertamente mostrada, y dispuesta a ser modelada, perfeccionada y superada continuamente gracias a la comunión fraterna y a la sincera y exigente caridad.
En definitiva, la comunidad cristiana no es sino el ejercicio del discipulado como aventura de acompañamiento y disponibilidad desde la confianza absoluta en Jesús; y parte de la tarea consiste en abrirnos los ojos unos otros, iluminarnos con una actitud abierta, crítica y generosa, comprometida y animosa, actitud de “dar y recibir”, convirtiéndonos mutuamente en interrogadores para un fiel seguimiento, en animadores de un compromiso militante de entrega y servicio, y en concelebrantes gozosos de la profundidad del seguimiento. Como es obvio, nos necesitamos diversos y complementarios, polémicos y dialogantes, serenos y dóciles; es decir, siempre en camino con las manos tendidas, y tejiendo con ellas una red fraterna nacida de la fe en Jesús y de un seguimiento compartido, que debido a los siglos transcurridos ha cristalizado en formas distintas y modelos dispares precisamente a consecuencia de la universalidad del evangelio, cuya praxis desde su origen adoptó un pluralismo enriquecedor, y cuyo compromiso fraterno potencia la diversidad a la vez que fortalece la comunión.
De ahí que una de las inercias más perniciosas, y que no deja de ser una “perversión disfrazada”, sea la pretendida uniformidad con sus inevitables componentes de disciplina y dirigismo, mimetismo y obligatoriedad incontestable, pasividad y estatismo, repetición, monotonía y esa aparente seguridad de “lo de siempre”. Porque, por definición y si se pretende fidelidad a él, el evangelio de Jesucristo es no “lo de siempre”, sino “lo de nunca”, lo imposible de encerrar en fórmulas, codificar en leyes, o imitar en liturgias, lo que nunca alcanzaremos a hacer realidad, a vivir en plenitud en ninguna comunidad o iglesia de este mundo; y, por tanto, el horizonte en cuyo transcurso hemos de corregirnos, animarnos, incluso “provocarnos” y desconcertarnos, para poder perfeccionar constantemente ese compromiso, y hacerlo con alegría y gratitud en fidelidad a la exigente propuesta de Jesús, imposible de agotar en ningún modelo ni de someter a esquemas perennes. Todo en nosotros es provisional, limitado y perfectible…
Porque, evidentemente, no se trata de buscar, crear o elegir la comunidad idónea “para mí”, donde encuentre aquellas personas cuya forma de comprender y vivir el evangelio es la coincidente plenamente con la mía, y así nos sintamos felices y voluntariamente identificados, y reproduciendo la uniformidad y el exclusivismo que descubrimos críticamente en otros… eso no es una comunidad cristiana, ¡sino una secta!… ya tenemos sobrados ejemplos de esa forma de asociacionismo cristiano, aún más empobrecedora que la oxidada maquinaria secular que desaprobamos… No, no puedo contentarme con marcharme un poco más lejos de mi parroquia, para llegar allí donde “me encuentro a gusto”…
Nos necesitamos todos desde la conciencia y confesión pública de nuestra insuficiencia y pequeñez, y desde la imprescindible compañía y ayuda de los otros. Unos a otros hemos de reclamarnos y ofrecernos lo que siempre estamos tentados a rechazar o ignorar: las más audaces críticas y la más entusiasta y generosa disponibilidad y compañía… Eso es lo que he de buscar y alentar en mi “iglesia local”, en mi comunidad de pertenencia, en mi parroquia… y no puedo desentenderme de ello o conformarme con ir a otro lado…
La comunidad “ideal”, nunca “perfecta”, es aquélla en que todos nos sabemos y queremos distintos, necesitados e imperfectos, desde lo diverso e incluso lo contrario; aquélla en la que para mí mismo el otro es imprescindible precisamente por ser otro, un otro que se convierte en mi hermana y en mi hermano, en aquella comunión fraterna variopinta y de contrastes, feliz de que haya en ella pescadores iletrados, publicanos calculadores y contables, entusiastas atolondrados, rebeldes y tímidos,… conscientes todos de que si faltara uno solo de ellos, quedaríamos lamentablemente empobrecidos.
La comunidad “ideal” no es la monotonía de lo uniforme y sabido para siempre, sino la inagotable discrepancia complementaria y enriquecedora; la “antesala del cielo”… pues el misterio de la eternidad no es el del aburrimiento infinito, la “memoria de pez”, y el supremo ensimismamiento; sino al contrario, el de la creciente riqueza inagotable al des-centrarse, al vivir ex-céntricos, gozar en dejarse interpelar sin descanso y ser completado por los otros en un horizonte aparentemente imposible porque no conoce un final…
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