¿A quién miras y hacia quién diriges tu discurso? ¿A Dios? ¿Y cómo le hablas a Dios? ¿Con altivez? ¿Y para qué? ¿Para que te llene de elogios y sea Él quien se sienta agradecido por tus palabras y tu pretendido servicio autoproclamado? ¡Qué lejos estás de Él! ¡Qué pérdida de tiempo tu oración, tu religiosidad, tu pretendida piedad y devoción!…
¿A quién miras y hacia quién diriges tu discurso? ¿A Dios? ¿Y ni te atreves a mirarlo de cara y bajas con pesadumbre tu mirada? ¿Y cómo le hablas? ¿Sólo te atreves a pedirle perdón avergonzado? ¿Y para qué? ¿Para que se aparte de ti, porque sabes que no mereces su misericordia? ¡Qué cerca lo tienes! ¡Qué gozo puedes experimentar en tu pequeñez! ¡Qué gracia que no hayas sido tan cumplidor y tan piadoso!…
Hay una triple mirada recíproca latente en la parábola: a Dios (y de Dios a nosotros); al prójimo (y del prójimo a nosotros); y a nosotros mismos (y la que el espejo nos devuelve)… Cómo miramos a Dios. Cómo nos vemos a nosotros mismos. Cómo pensamos del prójimo. Toda una enseñanza y un programa… Porque la parábola no habla de la oración privada (allá en lo escondido, como dice en otra ocasión Jesús), sino de la oración pública en el Templo. Probablemente el fariseo y el publicano, como muchos otros fieles, “han subido al Templo a orar” a la hora del sacrificio expiatorio ritual, para estar allí presentes uniéndose a la ofrenda del sacerdote y ofreciendo su propia ofrenda-oración personal. Parece que era lo habitual. Y en este contexto la parábola de Jesús quiere enfocar a esos dos feligreses, como si se tratara de aplicarles el zoom en una toma de la asamblea que estuviera presenciando y retransmitiendo hasta nosotros… Y la cámara de Jesús quiere enfocar a dos personajes cuya caracterización es bien conocida de todos: un escrupuloso observante de la Ley, un modélico “cristiano practicante”, y un consumado transgresor de la misma, conocido públicamente como impuro, traidor y colaboracionista…
Y el zoom de Jesús enfoca en primer lugar al que se ha colocado aparte, seguramente en el sitio preferente del templo, reservado tal vez a los más fervorosos y distinguidos por su ejemplaridad y reverencia, para estando así destacados no mezclarse (como él mismo dice) con todos los impuros que también se reúnen allí para rezar, pero cuyo contacto puede hacerle incurrir en impureza, “mancharlo”, y exigirle todo un ritual de “penitencia”… pues el objetivo más importante, serio y sagrado de su vida es el de conservarse “limpio y puro” y cumplir con todo rigor, puntualidad y escrupulosidad la Ley… El fariseo tiene clara conciencia (como la tienen todos los fieles presentes), de su superioridad religiosa respecto al resto de la asamblea, y ha de hacerla notar…
Y a continuación enfoca Jesús a otro personajes que también se destaca, pero por el motivo opuesto: parece que a los impuros se les separaba también en el momento de la ofrenda, rechazándolos hacia la puerta oriental y confinándolos allí el resto de la ceremonia ritual; era una forma de que no contaminaran ni a los puros, ni al sacrificio… Y, ciertamente, ese rechazo no tenía toda la carga de afrenta que podemos pensar nosotros hoy, como si se tratara de señalar con el dedo a uno, acusándolo públicamente de pecados personales ocultos o sólo conocidos por él mismo y su confesor… la situación de impureza era de por sí pública e imposible de ocultar, ligada a oficios, actividades, circunstancias o situaciones conocidas y asumidas por todos con aparente “normalidad”; de ahí su constatación y reconocimiento en el “espacio público sagrado”.
Lo lugares y las “actitudes orantes” de ambos personajes no eran, pues, caprichosas y fruto de una opción exclusivamente personal; estaban marcadas por el ritual y protocolo del templo como lugar y espacio sagrado: cada uno estaba en el sitio que le correspondía… y cada uno, además, en la actitud que le convenía: la ejemplaridad del fariseo era cierta y conocida, y por eso su oración en los términos en que la ofrece, está “justificada”… así como la indignidad por su oficio del publicano era sabida por él mismo y, consecuentemente, lo único que legitima de alguna manera su asistencia al Templo es su confesión de culpabilidad… La parábola no habla de excesos, comportamientos falsos o equívocos, o de una situación ambigua e indefinida. La parábola recoge la realidad consagrada y exigida por la Ley y el Templo, por la profunda conciencia religiosa del pueblo elegido… Y por eso también, lo que Jesús trastoca con ella no es solamente la conciencia personal del que se dirige a Dios con suficiencia pretenciosa, sino el completo “espacio religioso” del pueblo creyente, la sanción oficial de dónde se hace patente realmente Dios y su bondad, de qué inútiles y falsas son las barreras y fronteras que ponemos nosotros pretendiendo defender y salvaguardar el honor de Dios, como si Él nos necesitara a nosotros como abogados suyos…
Todo aquello que consideramos expresivo de nuestra rectitud, y es por tanto exigible a un fervoroso y devoto creyente, y le lleva “con justicia” a dar gracias a Dios por haberle otorgado ese privilegio que le distingue de impíos y pecadores; y conforma así el orden sagrado de nuestros rituales y ofrendas, se desmorona ante la mirada profunda de Jesús, que no se detiene nunca ante “la belleza de las piedras y los exvotos”, sino que se dirige a lo profundo y señala cuál es el verdadero territorio divino, donde se hace presente lo sagrado; y cuándo y cómo podemos percibir su suave caricia… Lo que late en el fondo de la parábola no es la sinceridad o verdad de las personas y su cumplimiento de los deberes religiosos, sino el misterio de la identidad de Dios… Porque el fariseo es sincero y dice la verdad, la estricta verdad, conocida y ratificada por la autoridad religiosa competente monopolizadora de la religión oficial, y por el refrendo de la comunidad creyente ante la que puede presentarse; y, así, es estimado y valorado como ejemplo e incluso guía. Pero, siendo veraz y sincero, apreciado y reconocido, sin embargo, en su oración (como en su vida), no se dirige a Dios, no lo conoce…
¿A quién ora el ejemplar, sincero y modélico fariseo? No a Dios, sino a esa falsa imagen de Él, que se ha fabricado la religiosidad “oficial”… al dios de la justicia y el poder, al del perfecto legislador, ordenador y cumplidor, a una proyección de nuestro ideal de organización y de rigor, de nuestro deseo de control y de dominio… pero, ¿es ése el Dios revelado a Abraham en la estela de la cercanía, de la acogida y la hospitalidad, de la fe y de la esperanza, de la promesa y la llamada a un futuro de misericordia, de plenitud y de bondad?… No, es otro: lo hemos deformado a nuestro antojo… Y, ¿cómo ora? ¿Es ése el genuino “temor de Dios” en el sentido en que Él lo exige: como sincero reconocimiento de respeto a la persona querida y admirada, como agradecimiento profundo y entrega confiada e incondicional? En realidad este fariseo, fiel a la religión oficial y a la institución eclesiástica, no tiene temor de Dios (le ocurre como al juez injusto que presentaba Lucas unas líneas más arriba en la anterior parábola de su evangelio, aunque éste no lo reconozca como hacía aquél y, por el contrario, se defina y sea presentado como “temeroso”…); lo que realmente tiene es miedo al poder supremo que supone en Dios, porque su religiosidad “oficial” únicamente parece contemplar la fuerza y la ley del más fuerte, del “todopoderoso”, pero con ello se hace insensible e incapaz para la divinidad, que se muestra en la debilidad de la misericordia y el perdón, de la bondad, la mansedumbre y la ternura… Y, en consecuencia, ¿para qué orar?: exclusivamente para mostrar su sumisión forzosa al más fuerte, para recibir su paga, para agradecer (¿a Dios, o a sí mismo?) su acertada consideración de las reglas y medidas, y reclamar su recompensa… por eso necesita compararse con los demás, para destacar su irreprochable cumplimiento y sus buenos cálculos en medio de tanto ignorante y de tanto inepto, que no sabe contar o no quiere medir, o incluso no puede hacerlo porque su “vida vergonzosa” no se lo permite… ¿Para qué, pues, reza ese prototipo de hombre religioso?: para hacer valer sus derechos delante de Dios, para fortalecer su autoestima, para reivindicar el premio que merece; en definitiva, para medir a Dios, medirse a sí mismo con autosuficiencia y, sobre todo (y así da sentido a las otras medidas), para medir al resto de la humanidad ignorante y pecadora… todo ello, naturalmente, según las medidas y baremos “oficiales”, “tradicionales” y “públicos”·…
Y Jesús enfoca ahora con su zoom a otro personaje, también destacable en esa asamblea reunida para ofrecer el sacrificio expiatorio diario en el templo. Una persona también identificable y reconocida por todos, pero por motivos opuestos al del fariseo, un modelo (ahora negativo), a los ojos de cualquier observador; y por eso, relegado a los puestos inferiores, al área de los contaminados, impuros, indignos… Porque también éste, a pesar de su bajeza, ora… ¿A quién ora? ¿A su dios? ¿Al mismo dios que el fariseo? No, no ora a su dios, al que podría tratar de tú a tú porque conoce sus normas y cumple sus deseos; sino que se atreve a orar al Único que puede sacarlo de su pecado y su miseria, no al todopoderoso que puede justamente condenarlo, sino al bondadoso capaz de perdonarlo, que es lo que necesita y desea desesperadamente… no lo conoce bien, se pierde sin duda en el abismo de su misterio, pero no tiene miedo de Él, sino (éste sí) auténtico temor a causa de su indignidad, un inmenso respeto que le quita el habla y lo deja paralizado al verse tan mezquino y pequeño a su lado… El publicano acude a Él porque al sentir los desequilibrios y penumbras de su vida no intenta escapar de sí mismo o buscar compensaciones, sino que busca al Único de donde siente poder sacar ánimo, fuerza y renovada alegría, redescubrir vida y esperanza, un posible futuro más allá de su miseria…
Y, por eso, ¿cómo ora?: de la única forma que sabe y puede: como un hijo pródigo, como una pecadora tendida llorando a los pies de Jesús, como quien sólo descubre en su vida debilidad e impotencia, falta de coraje e infidelidad, exceso de yo y ausencia de prójimo… él conoce bien su sitio en la asamblea; por eso ni se atreve a abrir los ojos o a mirar con suficiencia, su deficiente vida es tan evidente para él mismo que no puede acercarse a Dios más que de ese modo, pidiéndole perdón: ¡Misericordia, Señor, por tu bondad…! Y de ese modo, no pretende reivindicar nada, ni medir o contabilizar su vida… ¿Para qué ora?: únicamente para sentir la caricia indulgente de Dios; para pedir luz y calor que le permitan vivir sin su tristeza; para expresarle la angustia de su día a día, si no siente la energía divina. La fuerza contagiosa de su bondad… la vida se le hace insufrible si sólo cuenta consigo mismo, porque se encuentra siempre insatisfecho, porque no consigue “hacer el bien que quiere”, sino que se desliza siempre “hacia el mal que no quiere”, y se siente incapaz de justificarse, de disimular, de excusarse a sí mismo…
Y es que cumplir la voluntad de Dios no es lo que creemos…Y la oración como Jesús la pide no es lo que pensamos… Una vez más Jesús nos pone al descubierto delicadamente y nos deja sin palabras, sin salida, sin coartada… Una vez más desenmascara no nuestra maldad interior, nuestros deseos inconfesables y ocultos, los rincones oscuros de nuestra conciencia; sino nuestra propia reconocida y recomendable religiosidad, nuestro estricto cumplimiento piadoso y nuestra misma oración…
Y una vez más nos insiste en que no tengamos nunca miedo a Dios, pero que le “temamos”… que sepamos que la simple confesión humilde y sencilla de nuestra fragilidad, el sincero lamento por nuestra debilidad invencible, y el reconocimiento de la maldad que nos seduce, es lo que arrancará siempre de Dios su misericordia y su perdón… Las medidas y cuentas que pretendamos rendir con Él nos condenan irremisiblemente… aunque hayamos multiplicado los ayunos… aunque no se nos hayan olvidado los diezmos… La pregunta, pues, queda en el aire: ¿cómo volvemos cada uno de nosotros a nuestra casa después de haber acudido a orar en el templo?…
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