Por eso quisiera terminar, aunque me haga largo, apuntando a esa otra vía evangélica, provocada por Jesús, que además es la primigenia, y que forzosamente será siempre desequilibrante, paradójica, motivo de escándalo, atrevida y en apariencia hasta insolente: nuestros prelados y pastores no han de fomentar programas y objetivos renovadores, comisiones y organigramas; sino comunidades vivas, responsables y comprometidas, dotándolas de confianza, fuerza y autonomía, de responsabilidad en la propia gestión y en la asunción de modelos a seguir. Han de tomarse en serio la militancia activa de cada parroquia, concediéndole y animándola a la autonomía y madurez en su fe, y actuando no como órgano central e impositivo, sino como simples servidores que garanticen y promuevan esa red de iglesias locales, cada una de las cuales asume la coherencia de su fe con la dinámica y riqueza propia, y no siendo mero eco de “la voz de su amo”…
Porque más allá del simbolismo, la Iglesia no es un nuevo reino de Israel, cuya necesidad más apremiante es tener a su cabeza un rey santo al modo de David… Y la voluntad expresa de Jesús no es instaurar un régimen de conquistas y cruzadas, de control ideológico y de pautas de conducta impuestas y rigores exigibles; sino fomentar la fraternidad, convocar al seguimiento en comunión, instaurar una red de manos tendidas que se entrelacen y se ofrezcan al servicio y a la caricia… y los pastores de esas comunidades o parroquias no son los delegados de un poder central, inspectores de unas leyes y normas de obligado cumplimiento o celosos veladores de una ortodoxia establecida, sino aquéllos que, integrados en la comunidad y como miembros de ella, la animan y estimulan, la dotan de unidad y se convierten en el referente de su universalidad.
Potenciar las iglesias locales, las comunidades fraternas donde se vive y debe alumbrar la fe cristiana como motor de la realidad concreta y del día a día del cristiano; disponibilidad y acogida, acompañamiento iluminador y estimulador del servicio, del amor y de la alegría, del compartir y celebrar en medio de la rutina y el ritmo de la cotidianeidad; renuncia voluntaria al dirigismo, huida y rechazo del centralismo; desautorización y oposición al clericalismo como ejercicio de responsabilidad pastoral; ésas son las únicas tareas dignas de una gran campaña…
¿Ingenuidad?, ¿ilusión?, ¿riesgo y amenaza? ¿No acusaron de todo eso a Jesús para llevarlo a la cruz? ¿O es que Él habló de inquisidores y cruzados, de imposiciones e inspectores, de “velar por el patrimonio” y “defender nuestros derechos”?… Desde luego, con Sínodos, Congresos, Comisiones y Convocatorias solemnes, lo único posible es apuntalar un edificio que se desmorona para prolongar su agonía y su derrumbe…
Insisto: escuchar, cuidar y robustecer las parroquias como comunidades y compromiso de vida, animar y contagiar alegría y esperanza, rebosar de entusiasmo y gratitud en la entrega y el servicio, celebrar gozosamente el misterio… simplemente, hacer patente la vida luminosa de Jesucristo sin pretensiones ni solemnidades, sin anatemas ni condenas, sin tutelas pretenciosas ni rancios paternalismos superados…
Yo no me atrevo (Dostoievsky sí lo haría), a decir que si Jesús volviera sería incapaz de identificarse con su pretendida Iglesia; ya que, sin duda, ésta lo rechazaría indignada y lo volvería a condenar, echándole en cara su irreverencia, su inoportunidad y su desaconsejable llamada a la libertad y a la anarquía… pero sí que, como infinidad de cristianos y personas honradas y sinceras con las que me encuentro y cuyos interrogantes de fe y vida comparto, creo atisbar cierta extrañeza en Jesús al contemplar los esfuerzos actuales de esa Iglesia oficial que afirma hacerlo todo por Él y su evangelio (¿ad maiorem Dei gloriam?)… y pienso que tal vez nos preguntaría sorprendido y extrañado: “¿Sínodos? ¿Congresos? ¿Planes pastorales? ¿Reevangelizar? ¿En misión?… ¡Os habéis organizado tanto! ¡Tenéis todo tan bien programado!: ofrendas y sacrificios, Prelados y Curias, normas y leyes, rituales y honores… ¡Y estáis tan preocupados por vuestra identidad! Dirigismo, centralismo, clericalismo… no recuerdo haber dicho nunca nada de eso… ¿o es que os habéis olvidado de vivir el evangelio?…”
El evangelio no domestica, sino que libera. Y así convoca a la comunión y la alegría; no crea siervos sino amigos. Cada comunidad cristiana (“dos o tres reunidos en mi nombre…”), no es una sucursal de la gran empresa o institución de gobierno centralizado, que debe asegurar y garantizar la transmisión “de arriba a abajo”, como si se tratara de extender por doquier un mismo modelo repetitivo; sino que, a la inversa, es la comunidad local la que posee la responsabilidad del encargo-mandato de Cristo de ser su portador y testigo desde su peculiaridad e idiosincrasia, y con exigencia de audacia y espíritu creativo propio. Su vinculación a la universalidad de la gran Iglesia a través de ministros ordenados es precisamente la comunicación de ese encargo. Y la animación y promoción de su autonomía y el respeto de su peculiaridad, debe manifestar la necesidad de su impulso característico, propio e inimitable, para poder enriquecer a todos.
Con todas las contradicciones y paradojas de mi propia vida y de mi fe, del evangelio y vida del mismo Jesús, y del misterio de Dios, sólo asumible desde esas aporías y absurdos abismales en que nos sumerge; yo por el momento quiero situarme al margen de congresos y sínodos, de convocatorias solemnes y de cruzadas civilizadas, de consagraciones piadosas y dedicaciones fervorosas; de arengas enardecidas o lamentos desgarradores y denuncias indignadas… prefiero pasar de la parábola realista al sueño utópico y creer en la única incomprensible vía inaugurada por Jesús, la de su Reino: renunciar a la propaganda y al triunfo, huir de triunfalismos e influencias legítimas, no considerarme censor ni inspector ni delegado… y gozar del simple acompañar, de acoger, de cuidar y ser cuidado, de agradecer la vida y compartirla, tener mi puerta abierta y no temer a nadie; avergonzarme de mi pequeñez y de mi cobardía, de mis infidelidades y pecados, pedir perdón a Dios y a mis hermanas y hermanos, Y desde luego, eso sí, me niego a ser domesticado: ni esperar órdenes “de arriba”, ni anatemas de concilios, excomuniones regias o cánones sinodales; sino, con la sencillez del evangelio y viendo al fondo una cruz, consciente de mi culpa y mi pecado, en comunión con el círculo de discípulos al que cuido y por el que me siento feliz al ser cuidado, como dice la canción infantil, como diría seguramente Jesús:
“…Sigo nadando, sigo nadando…”
O si se me permite un toque de humor, aunque el asunto no sea cómico (pero puede que sí gracioso), me dan ganas de decir sonriendo:
“Quedaos con vuestros Sínodos, que yo prefiero irme al Congo…”
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