Aunque sin ninguna duda encontrarás más de un pretexto, y podrás esgrimir argumentos y razones de sobra para justificarlo, sabes que en el fondo no tienes ningún motivo real para sentirte desilusionado o para consentir que en tu vida cristiana cunda el desánimo o la tristeza. ¿Acaso Alguien te engañó prometiéndote el éxito, o simplemente diciéndote que el seguirle iba a proporcionarte siempre satisfacciones y sensación de bienestar y de complacencia contigo mismo y con los demás? Ya sabías de los riesgos, y de que iban a llegar momentos y situaciones de oscuridad, y hasta de cierto desasosiego; los cuales, precisamente porque no se resuelven en esa aparente dialéctica entre éxito y fracaso, sino que se convierten en rutina y monotonía, nos provocan dudas, desconcierto o incertidumbre. Ya podías suponer que, precisamente donde esperas encontrar tus mayores aliados, y donde confías obtener respaldo seguro y aliento, es donde más pone a prueba Él tu compromiso y tu fidelidad; cuando se convierten en decepciones, freno de ilusiones legítimas u obstáculos inesperados. Es entonces cuando Él te dice sonriendo: ¡Sígueme ahora! ¡No tengas miedo!
La sorpresa de Dios en nuestra vida, su estimada Providencia, no es solamente la llegada de su inesperada visita a través de los acontecimientos en los que percibimos su presencia y nos llenan de ilusión y de alegría; sino también ese amargo y desconcertante desconsuelo que constatamos allí donde, creyendo que encontraríamos ayuda, manos tendidas, actitud abierta y colaboradora; recibimos, en cambio, frialdad, rechazo disimulado o simplemente falta de interés o ausencia de actitud que fomente o permita una dinámica entusiasta de comunión y de evangelio, de militancia y de dinamismo comprometido. Esas “sorpresas negativas” de nuestro caminar en seguimiento decidido de Jesús y su iglesia, son precisamente la constatación de nuestra fidelidad, las pruebas decisivas de la verdad del pacto firmado, la piedra de toque de la promesa hecha… no tienen que asustarnos, paralizarnos ni amargarnos…
De alguna manera son ésas las preguntas a Pedro de Jesús resucitado; esos interrogantes que, después de sus negaciones, se convierten en ocasión de su tristeza: …le preguntó por tercera vez Jesús: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Se entristeció Pedro de que por tercera vez le preguntara ¿Me amas? Y le dijo: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo. Le dice Jesús: Apacienta mis ovejas… Porque solamente después de apercibirnos de nuestra irreflexión (y, a veces de nuestra irresponsabilidad), cuando tantas veces hemos dicho con un entusiasmo impulsivo, pero con completa inconsciencia: Te seguiré adonde vayas… Daré mi vida por ti… sin considerar que el gallo ha de cantar tres veces… ; solamente después, cuando nos embarga la tristeza al considerar que seguir a Cristo nos puede costar incomprensiones imprevistas, obstáculos donde creíamos poder encontrar apoyo, y oposición o incomodidad cuando todo nos hacía pensar en que habría comprensión y ayuda, alegría y cooperación; solamente entonces, cuando nos asalta la tristeza y el desánimo, podemos de verdad escuchar de Jesús las palabras que Él mismo nos reitera en Pedro: Apacienta mis ovejas… Sígueme… Es decir: “Ahora ya puedo, de verdad, confiar en ti; ahora es cuando te envío y me comprometo a caminar a tu lado…” O, de otra manera: “Sonríe y no temas nada…”
En resumen, y con toda claridad y contundencia: solamente cuando has sufrido la doble tentación: la del desánimo y la de la tristeza, puedes ser fiel a Jesús y su evangelio, y escuchar las palabras que te ponen en camino y te reiteran la misión; es entonces cuando Él se decide a confiar definitivamente en ti; porque sólo entonces sabe que tu “Sí” es definitivo…
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