Si el teólogo Heinz Schürmann acuñó la expresión de pro-existencia para definir la forma de vivir Jesús su vida, siempre abierta a los demás, jamás reservada para Él, y aportando a nuestra realidad humana el soplo y la vida divina; nosotros podemos extraer de ella todo lo que implica: disponibilidad, acompañamiento, cercanía.
Disponibilidad. Porque estar disponible constituye el absoluto contraste con nuestra actitud básica de personas civilizadas: lo que estamos siempre es ocupados con nosotros mismos, cronometrando cada instante de nuestra vida por temor a perder inadvertidamente algún minuto, agobiados porque se nos escapa el tiempo y con ello, creemos, la vida. Justamente lo opuesto al Evangelio: Jesús está siempre disponible. Porque disponibilidad es, adquirir conciencia de que mi tiempo, el tiempo de mi vida, no es para mí. Así vivió Jesús su vida, siempre haciendo de su tiempo ocasión de iluminar al prójimo, de anunciar (no sólo con palabras) su Reino, de regalárselo a aquél que lo necesite y no de dedicárselo a sí mismo empleándolo en provecho propio. Vivir nuestro tiempo como regalo y no como propiedad, para que así nuestra vida tampoco queramos que sea sólo para nosotros mismos sino para compartirla, para entregarla al prójimo.
Y entregársela con el simple objetivo de acompañarle en su caminar. Sin más pretensiones, sin más objetivo. Dejando de lado utilidades o logros aparentes. Jesús es el compañero de viaje a quien se puede recurrir siempre, el amigo incondicional, al que le basta una sugerencia porque está al lado. El seguimiento al que nos convoca no es el del orador que quiere ser escuchado, ni el del moralista que quiere ser respetado en su autoridad y disciplina, ni el del poderoso o gobernante que quiere ser obedecido, ni siquiera el del sacerdote cuyo sacrificio debe ser refrendado. Por eso su autoridad “no es como la de los letrados ni fariseos”, sino que proviene de lo más profundo e íntimo de su persona, y causa admiración. Que alguien se muestre disponible y solamente pretenda acompañar al otro, trastoca todos nuestros esquemas.
Y es que la revelación de Dios es cercanía. Y esa es la absoluta sorpresa, necedad y locura dirá San Pablo, del misterio divino. Dios cercano, y, precisamente por cercano, débil y pequeño, incomprensiblemente pequeño y desarmado. Queremos a Dios en la distancia, lejano y terrible, por encima y más allá de nuestra vulgaridad y de nuestras rutinas; y, sin embargo, se nos descubre cercano y manipulable, disponible y a nuestro lado para que hagamos de Él lo que queramos; es decir, humano. Aunque sería mejor decir que lo que hace Dios cuando así viene es poner en evidencia nuestra in-humanidad, lo poco humanos que queremos ser al dedicarnos obsesivamente a nosotros mismos y no tener en cuenta que encerrados en el núcleo amurallado de nuestro yo, nunca conseguiremos ser personas.
Disponibilidad, acompañamiento, cercanía; pretensiones en apariencia muy modestas para nosotros. Sin embargo, las únicas a las que aspira Dios cuando se encarna. Pero, ciertamente, para ello hay que sentir que tenemos un tiempo que no nos pertenece.
Gracias. Esta reflexión me viene hoy al pelo. Necesitamos olvidarnos un poco de nuestras preocupaciones, de darnos pena o sea de nosotros mismos y mirar un poco más a nuestro lado, abrir bien los ojos y ver que ahí hay alguien que necesita de nosotros.