Cuando uno se deja envolver con devoción y docilidad por ese ambiente desgarrado de la Pasión del Señor, tal como es presentado a través de la estaciones del Via Crucis, y del modo como la musicaliza y sugiere el grupo Hakuna en su admirable composición; hay, entre otros muchos, dos interrogantes que me resultan particularmente estremecedores al adentrarse en el misterio de la existencia de Jesús. Uno es el de la Octava Estación: Jesús consuela a las hijas de Jerusalén:
¿Por qué abrazas tu dolor?
¿Por qué te dejaste llevar?
¿Por qué al morir en una cruz,
compraste mi libertad?,
¿Por qué lo hiciste, Jesús?
El otro es en la Novena: Jesús cae por tercera vez:
¿Por qué, mi Cristo roto, sigues?
¿Por qué cuando te desprecian Tú aprecias?
¿Por qué cuando no se puede, Tú sí puedes?
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
Son para mí, insisto, unos porqués estremecedores, porque apuntan certeramente al abismo insondable de la vida de Jesús, al enigma de su persona, y al asombro y vértigo que se apoderan de uno cuando se acerca a Él: ¿cómo se puede vivir de esa manera? Es el intento baldío pero irreprimible de querer adentrarse impotentes en su conciencia. Y, visto desde ese caminar suyo decidido hacia la cruz: ¿Cómo ha sido alguien capaz de vivir así su camino hacia la muerte, su aniquilación física y su condena?… Y no hay respuesta… Uno percibe la fuerza divina, increíble, de esa mirada suya que hacía enmudecer, y de ese silencio que llevaba a hablar a las piedras… Es el estremecimiento del centurión: un hombre no puede morir así… porque un hombre no puede vivir así… Y, sin embargo, sí: es un hombre, porque muere… muere así, tal como había vivido…
En definitiva, es la consciencia de que los porqués a Dios, los interrogantes profundos y auténticos de la fe, los desconcertantes y que nos dejan absolutamente a la intemperie y derrotados, no se refieren a la inteligencia sino a la voluntad. El misterio no es el de la razón que quiere comprender, y que va descubriendo y asumiendo progresivamente la realidad; sino el de la libertad, que es capaz de decidir y arriesgar contra toda razón.
Por eso, todo aquél que argumenta contra Dios desde la ciencia o la razón no ha llegado a plantearse aún el problema de la trascendencia y el sentido de la vida; pues éste está inscrito en nuestra voluntad y no en nuestra razón. Aunque lleguemos a comprender y dominar todos los mecanismos de la naturaleza y de la vida material que conocemos, seguiremos preguntándonos con un estremecimiento involuntario: ¿Por qué hubo un Jesús que buscó consciente y libremente, en total coherencia con el absurdo de su vida, el absurdo de su muerte y de su cruz? ¿Por qué abrazó su dolor? ¿Por qué pudo cuando ya no se puede? ¿Por qué? ¿Por qué?
Tal vez el único atisbo de respuesta sea la de sus breves y definitivas palabras en la cruz, la de su silencio sepulcral y la del huracán y el fuego de su resurrección… la de su sonrisa más allá de la cruz, en la Gloria…
Y quizás, estremecidos por el interrogante, la única forma digna de enfrentarse al agujero negro en que nos hunde, al hiato abierto en nosotros para siempre con esos porqués, sea concluir cantando ante la cruz:
Quiero estar donde estás Tú,
desclavarte de la cruz,
con todo el amor que me das Tú;
envolverte con mi vida,
enterrarte dentro de mi corazón,
de donde nadie te pueda sacar,
para que así puedas descansar…
Y después callar y, en el silencio, hundirse en Él, en su cruz, en su Gloria…
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