En el cautivador relato de la vida del obispo de Digne, Monseñor Bienvenu Myriel, con el que comienza Víctor Hugo su magistral e imprescindible novela Los Miserables; tiene, entre otras muchas de una gran hondura y belleza, unas palabras certeras y sugerentes intentando describir la peculiaridad y excepcionalidad de un obispo que huye de la vanidad, del protagonismo y del poder clerical viviendo humildemente como un auténtico pastor, en actitud evangélica de servicio y entrega. Dice Víctor Hugo:
“…tenía un modo extraño y peculiar de juzgar las cosas. Sospecho que lo había tomado del Evangelio…”
Como en tantas otras observaciones y reflexiones profundas suyas sobre el hombre y la sociedad, sobre la humanidad y sobre la vida, las palabras de Hugo son bien certeras. Ser cristiano es, como hace Monseñor Bienvenu, instalarse definitivamente en una forma de vivir, en una consideración sobre la realidad y el sentido de nuestra existencia, que conlleva un grado elevado de originalidad y de extrañeza. Por decirlo de otra manera: únicamente una persona rara puede comprender y seguir el evangelio, ser de verdad discípulo de Jesucristo. Dé gracias, pues, quien haya pasado y pase por tal frente al resto de compañeros y compañeras de camino…
Ciertamente, del Evangelio se extrae como tesoro, por encima de cualquier otra actitud o consideración, un modo extraño y peculiar de juzgar las cosas, de situarse ante el mundo y ante el resto de los humanos: el modo de Dios… Porque, ¡qué extraña y peculiar la forma de vivir y hablar de Jesús! Qué extraños y peculiares esos discursos y parábolas, cautivadoras y suscitadoras de admiración y de entusiasmo, pero al mismo tiempo portadoras de una carga demoledora contra los criterios y supuestos en los que se basa nuestra vida civil y se desarrolla nuestra existencia cotidiana: la autoridad, el poder y orden social, la rivalidad y la codicia, el lujo y la apariencia, la vanidad y la envidia, la acumulación y el despilfarro, la previsión desmedida y el cálculo interesado…
Qué extraña y peculiar su autoridad, nunca basada en dominio o jerarquía sagrada; sino en una libertad absoluta frente a todo y frente a todos; sin miedo a las incomodidades y límites de la finitud creada, ni a las amenazas o recelos de la maldad instalada sin remedio entre lo humano. Qué extraña y peculiar esa actitud siempre desafiante en apariencia, porque hemos conseguido llegar a tal punto de esclavitud y dependencia de nosotros mismos y de nuestras miserias institucionalizadas, que nos parece provocación cualquier invitación a la renuncia o al servicio, al perdón o a la indulgencia.
Qué extraña y peculiar su llamada al discipulado, sin ofrecer nada codiciable, y defraudando cualquier pretensión de importancia, de posesión de poder, o de influencia; reclamando seguimiento absoluto, cruz segura, renuncia incondicional a uno mismo y sus proyectos, disponibilidad completa para Él y por su Reino. Qué extravagancia convocar al servicio, a la entrega, al perdón sin límites y a la misericordia.
Qué extraña y peculiar su invitación a la ilusión y alegría desbordantes, a la dicha que Dios propone y quiere: no la del que ambiciona grandes metas y rebosa de satisfacción y autocomplacencia, porque se cumplen sus expectativas y son exitosos sus planes y proyectos; sino la de quien comparte dignidad con los sencillos y los niños, la del inocente y tímido, la del que siente su vida proyectada desde dentro a un horizonte limpio de vanidad y de recelos, porque en su corazón descubre que Dios ha puesto una paz y un cariño innegociables.
Qué extraño y peculiar saberse y sentirse profundamente y para siempre unido a Cristo en su misterio; y, por Él, con Él y en Él, unido con lazos ya imperecederos a aquéllos sin cuya comunión tu vida se fragmenta y se deshace, y a todo lo que hay de verdadera santidad en ese colectivo milenario que al invocar al Dios de Jesús compromete con Él su vida, y te hace no temer los contratiempos ni tener miedo a las personas, aunque a veces puedas pensar que, como Monseñor Bienvenu, estás más bien solo en el surco de tu arado.
Qué extraño y peculiar que, como a él, no te importe ser tachado de incómodo, ser alejado de los palacios y honores cortesanos, ser mirado de reojo por espíritus suspicaces y celosos vigilantes de protocolos y “buen gusto”. Extraño y peculiar resulta que sabiendo que tu vida es considerada como escandalosa por algunos timoratos, y como fracasada por muchos programadores de existencias ajenas, te sientas feliz en tu timidez y tu vergüenza, y necesitado de sonreír siempre y sin descanso, mientras observas en ocasiones palabras y gestos que en otros provocarían tristeza y desaliento.
Qué extraño y peculiar que esa fe en Cristo te haga sentir tan quebradizo y frágil, pobre y débil; y que eso no te importe, porque te ata de tal modo a Él y a tus hermanos, que te sientes invencible desde esa red tejida en lo oculto por la Providencia divina y que además de darte fortaleza, te hace saberte presente en la distancia y palpar la cercanía y acompañamiento de ésos con quienes estás tan estrechamente ligado y desde tan dentro, que no hace falta verlos a tu lado.
Qué extraño y peculiar, qué provocador y condenable que un obispo pida la bendición a un moribundo proscrito y condenado, y que eso ensanche su alma y le dé acceso a profundidades y horizontes mayores, más exigentes en generosidad y en indulgencia con los demás, y con mayor conciencia de indignidad y de pobreza. Qué extraño y peculiar que, como él en la novela, me dé yo cuenta de que necesito imperiosamente que me bendigan mis hermanos; que he de mendigar su perdón mucho antes de pretender perdonarlos yo, que si no están ellos a mi lado y percibo su aliento y su abrazo me asfixio en mi propio yo sin remedio, y que ese ensimismamiento me conduce sin darme cuenta a la mentirosa autosuficiencia, aunque a veces la disfrace de seriedad o incluso de virtud…
En fin, por acabar, qué extraño y peculiar encontrar a alguien, no ya un obispo, que además de leerlo, viva de acuerdo al evangelio. Porque la sospecha de Víctor Hugo es cierta: eso sólo lo pudo tomar del evangelio… Es solamente de ahí de donde puede extraerse la luz y la fuerza para vivir de esa manera tan extraña…
Luz y Fuerza. Dos palabras sencillas y a la vez profundas. Tantas veces creemos tener Luz y tantas veces tenemos falta de ella… Tantas veces creemos tener Fuerza y tantas veces estamos faltos de ella.
En cambio cuando paras y piensas en la figura de Jesús, sedimentas su mensaje, reflexionas su obra y sus palabras, más cuenta te das de que esa luz y esa fuerza solo pueden manar del mensaje provocador y siempre nuevo que se desprende de cualquier pequeño signo de su vida.
Una vida que atrae y no deja indiferente a nadie. Provoca y te hace tomar partido, pero a la vez te ofrece tanta libertad que te hace estar toda tu vida en una difícil encrucijada.