¿Sentarme yo a tu mesa, Señor? ¿Invitado por ti? ¿Sin protocolos? ¿Con mi ropa de andar todos los días, sucio y cansado? ¿Sin darme tiempo a lavar mis pies, mi cabeza, mis manos? ¿Por qué, oh Jesús, tienes prisa en invitarme? ¿Por qué me apremias a entrar en tu banquete y sentarme a tu lado?
Lo intuyo: tienes prisa. Para ti es urgente que esta tarde estemos a tu lado y te hagamos compañía, porque tienes algo serio que decirnos y algo definitivo que darnos. Nuestra torpeza y necedad nos hace ser inconscientes y duros, vamos a tu lado como comparsas, sin entender nada, sin querer entender, simplemente atraídos por un fuego interno que nos devora cuando estamos contigo, pero que no sabemos ni queremos comprender. Es una luz que ilumina nuestra vida, pero que apagamos y evitamos cuando descubrimos que puede traernos complicaciones o exigirnos algo… entonces evitamos pensar, y únicamente sabemos que caminando contigo nos sentimos fuertes, felices y seguros. Y ya no buscamos nada más, sólo acompañar al Maestro siempre sereno y delicado, atento y acogedor, ser sus compañeros íntimos y sus primeros beneficiarios, los privilegiados… Tal vez sólo por eso nos dejamos conducir por ti…
Pero hoy tienes prisa. Hay algo que te reclama con urgencia, y cuando me dices que me siente alrededor de tu mesa, algo me aterra y me estremece: se nota que estás a la espera de algo. De algo que te supera, que te hace temblar al tiempo que te atrae de forma irresistible. Estás llegando a tu meta, a la Vida, y no puedes ocultarlo: se revela en tus palabras, en tu mirada y en tu sonrisa profunda, en tu urgencia y en tu delicadeza: ¡Cómo he deseado comer esta Pascua con vosotros! ¿Cómo? ¿Conmigo, Señor? ¿Has deseado ansiosamente tenerme a tu lado en la mesa? ¿Y justamente en la tarde de tu despedida? ¿En la noche decisiva de tu vida? Sí, no quieres llegar al final sin contar conmigo. En realidad yo ya vivía de ti, a tu lado, pero sin contar realmente contigo, porque lo único que buscaba era un lugar importante, un buen cargo en tu Reino… sin embargo, tú me necesitas esta noche junto a ti, sentado a tu mesa. Y me necesitas para poder lavar los pies a alguien, para encontrar a quien se los deje lavar… porque no es nada fácil consentir que Aquél a quien sigues se incline ante ti. Y Tú nos dices que ser Dios, vivir desde Dios, es tener la necesidad, sentir la urgencia de lavar los pies a tus discípulos, a tus amigos, como signo final y definitivo del porqué de tu vida. Del porqué de tu vida y del porqué de tu muerte.
Se acaba el tiempo de tu vida, Jesús, y quieres apurarlo conmigo, con nosotros, para dejarnos tu herencia, para abrir antes de morir tu testamento. ¿Y qué nos dejas, Señor? ¿Tus posesiones? ¿Tus bienes y riquezas, las propiedades acumuladas y los tesoros adquiridos? ¿Documentos, escrituras, títulos, acciones, cuentas bancarias, honores y medallas? ¡Si no tienes más patrimonio que tu vida! Eso sí, una existencia invertida en obras de misericordia y palabras de perdón y de consuelo, en reclamos de fidelidad y de esperanza y en promesas de plenitud y de futuro…
¡Estamos tan equivocados! La herencia que dejamos no es el reparto de lo que tenemos, sino la impronta de lo que somos, de ese ser íntimo que, si ya estaba, como el de Jesús, entregado, gozando y viviendo en comunión con aquéllos que forman parte de nuestra vida y en cuya vida hemos penetrado desde dentro, ahora les regalamos definitivamente. Los lazos siempre provisionales en este mundo ahora se tornan eternos, son ya garantizados por el misterio definitivo de Dios que nos convoca como avanzadilla del banquete definitivo en que se vuelve a reunir su familia… por eso ya no habrá más pan y vino, sino cuerpo y sangre, vida nueva, el mismo Cristo en persona, su misma vida. Su sangre se mezcló de tal manera con la nuestra que es indistinguible… si lo queremos su vida será la nuestra, su persona se confundirá con la nuestra…
Porque hay que querer sentarse a su mesa, hay que percibir la necesidad de su abrazo y su indulgencia. Desde nuestra vergüenza por tantas traiciones y cobardías, y enrojeciendo ante su sonrisa que nos invita a dejarnos limpiar y nos señala el asiento reservado, hemos de consentir en que vierta su vida en ese pan y en esa copa, para poder seguir físicamente con nosotros. Nos quiso regalar lo único que poseía, la única adquisición que hizo: su vida, para que así, si lo queremos, nos la incorporemos, convirtiendo así la nuestra, nuestra propia vida con nuestro propio cuerpo, en continuidad de la suya, presencia indiscutible de su divinidad oculta pero transparente, enigmática pero indiscutible… Y esa es tu herencia: Tú mismo, tu propia vida.
Y yo, ¿la acepto? ¿Quiero ser tu heredero? ¿Aceptar un sitio en tu mesa?… Porque heredar tu vida compromete inexcusablemente la mía… y ya aquella noche, en que tú también necesitabas más que nunca compañía, no te acompañamos… ni tan siquiera fuimos capaces de rezar contigo… La primera Hora Santa de la historia fue un fracaso… Los discípulos se durmieron mientras Jesús oraba sudando sangre…
Sin embargo ahora, ya resucitado, y con el aliento del Espíritu Santo, hemos de permanecer despiertos; ya no tenemos motivos ni pretexto para asustarnos o adormecernos. Aunque nuestra miseria y nuestra debilidad nos concedan todo el derecho al miedo y al cansancio, ahora sabemos que Él ya ha vencido. Y precisamente porque desde esa tarde del Jueves Santo nos sentó a su mesa para hacer testamento y nos dejó en herencia su mandato: Haced esto en memoria mía, ya estamos incorporados a Él, como Él a nosotros, sin ninguna posibilidad de alejarnos si no fuera por nuestra renuncia y nuestro abandono. Todos los miedos pueden ser superados y todas las debilidades vencidas. No temamos ya más seguir sus pasos. Acompañémoslo en la Hora Santa, celebremos su testamento, incorporémonos a Él, inclinémonos ante nuestros hermanos. No tengamos ya ningún miedo de sentarnos a su mesa. Formemos alrededor de ella, con Él, esa familia cuya unidad es ya inquebrantable porque su comunión la compromete Él mismo, la consolida para siempre y la alimenta desde lo más profundo; esa familia de herederos del Maestro, de depositarios de su testamento, de juramentados por su causa: la del perdón, la de la misericordia y la bondad, la de la mansedumbre y la ternura, la de nuestra fe y nuestra esperanza.
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