¿DICHOSOS? (Lc 6, 20-26)

La recompensa es futura, pero la dicha es presente. El sentido de nuestra vida es la esperanza en Dios porque ella nos adelanta el gozo, y no porque nos prometa el fin del sufrimiento. La convocatoria de Jesús no es en el cielo, sino en esta tierra nuestra, en nuestra propia, limitada, mezquina, y tantas veces miserable, realidad. Es nuestra existencia actual la que es dichosa y feliz, pero hemos de querer gozarla, hemos de decidirnos a creerlo, en lugar de estar absorbidos, obsesionados y a veces amargados por nuestras carencias y por nuestras incapacidades. Porque no es la abundancia de nuestros recursos, o nuestras posibilidades de disponer de todo, quienes nos dan la dicha, sino la voluntad de ejercer verdaderamente de personas humanas, de hijos de Dios, de portavoces de su amor, de encarnadores de sus propias entrañas maternales.

Como sé que la alegría y el gozo de la bondad, aunque sea en la pobreza o en las dificultades,  nadie me la puede arrebatar, soy feliz, soy siempre feliz. Es la única forma de serlo, precisamente porque sé que es la única felicidad que proviene de Dios y no de mis logros. Porque el gozo no lo da la recompensa, sino la seguridad de la esperanza, la confianza absoluta, la evidencia del horizonte de plenitud y de trascendencia, al que sólo se accede cuando pierdes tus apoyos, cuando rechazas las muletas de lo ventajoso y de lo útil; cuando despejas tu mirada y tu sonrisa se dirige hacia lo oculto, a lo que no puedes tomar con tus manos.

La llamada de Jesús no es para subir al cielo, sino para gozar de la tierra y para contagiarnos sabiduría, ésa sabiduría suya que nos indica cuál es la única, definitiva, forma de hacerlo, de ser dichoso.

Tienen mucha razón los que hablan de “vivir el presente”; pero es que se trata del presente de Dios, y la ocasión y el encargo de querer encarnarlo nosotros mismos. Sin embargo nuestra miopía e insensatez nos llevan a atragantarnos de autosuficiencia y de presunción entonando el carpe diem, y esgrimiendo ese ya cansino y degenerado eslogan como santo y seña de agudeza y astucia: es el orgullo de los aparentemente satisfechos, pero siempre encadenados al ahora chato que se repite hoy y mañana sin colmarnos nunca. El ahora de Dios, el presente que nos pide que encarnemos, goza de la plenitud en cada instante, porque sabe mirar a través del resquicio de este mundo la aurora de la eternidad; por eso es el misterio del ya de Dios.

Porque ése es el mensaje de Jesucristo, su evangelio: que no nos asuste nada, porque ya lo tenemos todo. Porque Él nos lo trae todo. Por eso no se trata de indiferencia ante la pobreza ni desprecio ante los que triunfan; sino, simplemente, de agradecimiento por la vida en sus complicaciones, clarividencia de la meta a la que apunta, dicha infinita porque nos ha descubierto su profundidad, voluntad de descender con Él a su abismo: el del amor y lo infinito, lo definitivo.

¿Dichosos los pobres?, ¿los que lloran?, ¿los hambrientos?  Dichosa toda persona a quien su pobreza, sus lágrimas, su hambre y su sed, le lleven a no endiosarse, le arrancan una sonrisa de ironía ante sí misma y sus poderes tan efímeros, le lleven a saber estar agradecidos por estar vivos y ser así capaces no de “apurar los días”, sino de gozarlos, gozarlos desde sus límites irremediables, desde sus carencias; gozarlos desde Dios, con Jesús, contagiados de la fuerza de su Espíritu, que nos abre las puertas clausuradas del amor y del futuro, que nos convoca, sin que importe nada nuestra fragilidad y nuestra pequeñez, a la aventura de Su Vida.

Dichoso, dichoso una y mil veces, el pobre, el que llora, el hambriento y el sediento, dichoso porque está tan cerca de la mansedumbre y la misericordia, de la limpieza y la paciencia, que nada le es obstáculo para gozar de Dios.

Sí, la recompensa es futura; pero la dicha es ya presente. Y es tan grande la dicha que, aún si no hubiera recompensa; ni pobreza, ni hambre, ni sed, ni lágrimas, pueden arruinar la felicidad de ejercer “la absurda bondad”…

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