CONVOCADOS AL DISCIPULADO

La propuesta que nos hace Jesús de pasar haciendo el bien, de vivir en este mundo “al modo de Dios” y no al modo nuestro (siempre interesado, egoísta y mezquino); siendo una llamada absolutamente personal, sin embargo nunca nos invita al individualismo.

Ser cristiano no es “creer en Dios y en Jesucristo”, sino integrarse en la comunidad cristiana, formar parte de su pueblo, compartir la fe siendo testigo –público y privado- del evangelio. Solamente de esa manera puede alguien hacer el bien, derramar bondad sobre el mundo. Por eso la insistencia nunca está en lo que nosotros somos capaces de hacer con nuestro esfuerzo, sino en cómo hemos de dejarnos llevar por el amor generoso de Dios, por su Espíritu, único animador del discipulado. Por eso necesitamos a la comunidad cristiana como instancia iluminadora de nuestra fe y como vehículo insustituible de ella.

Hemos individualizado tanto nuestra vida; estamos tan mal acostumbrados a sentirnos personas únicamente en la medida en que disponemos de bienes propios, de derechos, de posibilidades de prescindir de los demás y basarnos únicamente en nuestras fuerzas rigiéndonos exclusivamente en base a mis criterios y a mis recursos, en pretender una autonomía absoluta y no deber nada a nadie; que llegamos a pensar que ser más persona significa no tener necesidad de nadie. De ese modo, parecemos estar obsesionados por conseguir una independencia “total y absoluta”. Tarea imposible y autoengaño que está a la base del malestar y la neurosis de nuestra sociedad; como también de esas aberraciones que conducen a la manipulación del otro, a su desprecio o a su destrucción inmisericorde. El día en que consiguiéramos la independencia absoluta habríamos dejado de ser personas.

Por todo ello, sin idealizaciones engañosas; es decir, desmitificando y desdramatizando la realidad, hemos de recuperar la ingenuidad  de las primeras comunidades cristianas, cuya vitalidad y capacidad de acompañamiento, de gozo compartido y también de sufrimiento, hacía imposible la existencia de cristianos “a título privado”: tal cosa era inimaginable. ¿Cómo hemos llegado al extremo opuesto, en que casi parece molestarnos el estar vinculados a nuestra propia comunidad parroquial más allá del “derecho” que tenemos a la Misa dominical o a las celebraciones solemnes? Y cuando lo hacemos, con frecuencia damos la impresión de querer convertirnos en protagonistas y manipuladores de lo ajeno y de lo colectivo, más que en estar disponibles para el prójimo.

Revitalicemos la convivencia y el compartir. Evitemos tanto la falta de compromiso comunitario y militante, como su exceso y la pretensión de dirigismo. Volvamos a decir que sí a la llamada personal de Cristo, cuando nos invita a integrarnos en la comunidad fraterna de sus discípulos no porque necesita de nosotros y de nuestras cualidades personales, sino porque nos ofrece su misericordia y su perdón, y nos da la oportunidad de celebrar la alegría del compartir y de poder estar –como Él- al servicio de los demás. Porque ésa es su única propuesta: la de integrarnos en su discipulado. Cualquier otra forma de seguirle es invento nuestro.

Por |2019-02-23T23:43:34+01:00febrero 18th, 2019|Artículos, General|Sin comentarios

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