VENCER EL MIEDO (Mt 10, 26-33)
Una de las posibles formas de describir esa desconcertante personalidad de Jesús que nos lleva a percibir en Él la propia divinidad, es hablar de Él como de la persona que no teme a nada ni a nadie. Y ello sin ninguna altivez ni afán de suficiencia. Evidentemente, no me refiero a que no conozca el miedo tanto “físico” como “emocional” que forma parte de nuestra corporalidad y es inevitable, porque es como un reflejo constitutivo de nuestra biología, que nos permite y nos estimula a la prevención del peligro, a la huida de lo nocivo, o al sufrimiento como estado de ánimo; sino a que ninguna amenaza, ni tan siquiera la previsible consecuencia negativa para su persona que pudiera suponer su comportamiento cuando se trataba de vivir desde la misericordia y la bondad, era capaz de hacerle rectificar sus decisiones de entrega y de servicio desinteresado e indiscriminado.
Es otra vertiente de esas dos características fundamentales, definitorias de su personalidad: la libertad absoluta y la autoridad incuestionable. Sólo quien “no vive para sí mismo”, al modo severo que lo hace Jesús, puede vencer el miedo. Tanto el miedo a sí mismo y a sus reacciones reflejas, como el miedo a los demás con su semilla de recelo y de venganza.
La triste historia de la violencia y de la infamia humana, en su rosario interminable e inconcluso de guerras, enfrentamientos y odios criminales, discordias y desprecio de la vida ajena con crueldades infinitas, está también colmada de personajes de leyenda y de supuestos héroes aclamados por su “valentía frente al enemigo”, porque “ignorando el miedo” se arrojaban a hazañas intrépidas arriesgando sus vidas e ignorando todo peligro; y aún hoy, por motivos ciertamente más nobles, y en apariencia también más caprichosos y menos decisivos, no son pocas las personas que no temen inconvenientes ni obstáculos realmente difíciles y descorazonadores para el resto de los humanos, con el único objeto de lograr un récord, conquistar una meta, o “llegar al límite”… Huelga decir, que a ninguno de esos modos de ignorar o vencer el miedo se refiere el evangelio…
Vivir sin miedos no es humano. Es tanto como vivir sin dolor: pasar de una vida consciente y personal a una vida vegetal… Como en todas las hazañas realmente nobles de nuestra vida como humanos, solamente quien conoce y ha experimentado de una u otra forma su cobardía y su dolor sin encubrirla, evitarla o disimularla; sólo quien conoce su fragilidad y es perfectamente consciente del miedo que en ocasiones le atenaza, le inquieta, y le hace dudar llenando de vacilaciones, y también de reproches, su voluntad de adoptar decisiones generosas, justas, comprometidas, y provocadas no por los propios intereses sino por la confianza en la bondad y la esperanza de contribuir a la felicidad ajena; sólo quien no se sabe fuerte ni héroe, incapaz de hazañas y repleto de errores, de infidelidades, de autoengaños y hasta de traiciones; solamente ése (en lenguaje teológico: “el pecador”) puede llegar a “vencer el miedo”… Casi se podría uno atrever a decir que ésa es una fiel traducción de “la justificación” paulina, y que su complicada diatriba teológica al respecto podría resumirse diciendo que el amor de Dios, la gracia del Espíritu Santo, sana nuestra reconocida, consciente y experimentada cobardía, ésa que nos lleva a renunciar o rebajar el horizonte del amor y de la entrega, y nos da la fuerza precisa para vencer el miedo a la misericordia y al perdón, para no temer a la bondad… No hay más evangelio que ése; y ésa es “la justificación del impío”: hacerle vencer el miedo…
Porque (y además de saberlo hemos de experimentarlo), indudablemente “el principio misericordia” que nos bien exigido con el seguimiento cristiano, va a sonar siempre en nuestro mundo como audacia (cuando no imprudencia), como desafío y provocación; y sus represalias y consecuencias van a suponer siempre y ser causa de miedo justificado y de riesgo evidente… Hay una relación directa entre el escándalo y la necesaria desautorización oficial provocada por el reclamo del amor y la misericordia como criterio para regir las relaciones humanas y el comportamiento público de las personas, y el miedo o temor comprensible ante las reacciones, amenazas y represalias, no ya sólo violentas o “físicas” (ésas serán siempre mínimas y cada vez más encubiertas y raras en un mundo que presume de “civilizado”), sino en forma de lacra, estigma, ridiculización y desprecio, tan capaces de hundir en la desesperación y el desánimo, en la frustración y la tristeza, en la angustia y la postración, como la más sofisticada de las torturas logra la confesión de falsa culpabilidad de un inocente martirizado. La triste realidad del acoso en todas sus despreciables versiones lo pone bien de manifiesto…
Precisamente porque se trata únicamente de dulzura y delicadeza, la tarea impone; y se nos muestra tan costosa y difícil, que esa llamada a la humildad y mansedumbre más que simple miedo nos da pánico. Porque se trata, con su exigencia de perdón y de indulgencia, justamente de lo imposible, lo inalcanzable, más allá de nuestras fuerzas y de nuestra obsesión por nosotros mismos y todo “lo nuestro”. Es lo inaceptable porque nos deja desnudos y a la intemperie; ¿cómo no temerlo?, ¿cómo no reconocer su riesgo gratuito, estúpido y a contracorriente? El horizonte cristiano con frecuencia es el ámbito de lo inseguro y lo temible; pero es también, precisamente por ello, lo vital y apasionante, lo realmente desafiante y audaz, aquello que sin necesidad de alardes, de cualidades exquisitas o condiciones especiales, sin necesidad de gozar de favores ni privilegios está al alcance del más humilde y menos dotado de los humanos, porque solamente reclama grandeza de corazón y buena voluntad, algo cercano al más inútil en apariencia, a cualquier persona que, como el propio Jesús, no es capaz ni pretende ejercer ninguna influencia en el orden social o en el desarrollo de su actividad, sino que sólo busca “vida” sin confundirla con tantos sucedáneos engañosos y falsos, que son una condena segura al descontento, la insatisfacción, la frustración y el desengaño.
El miedo, la timidez y la vergüenza, con frecuencia forman parte del patrimonio de quien se sabe débil y pequeño, y se siente intimidado por todo aquello que expresa un poder, una capacidad o un brillo que le supera y al que se considera indigno o incapaz de aspirar, sin por ello sentirse ni víctima de la injusticia o la desgracia (a veces puede serlo), ni desdichado o decepcionado de lo humano. Y por eso mismo nos dice Jesús, que nos quiere así: humildes y sencillos, dichosos en nuestra simpleza e insignificancia, que nada nos dé miedo salvo la autosuficiencia que nos tienta siempre y constantemente nos asalta; que vivamos desde la confianza, la ilusión y el optimismo; que conociendo bien nuestra inconsistencia descubramos siempre en ella su fuerza incontenible impulsándonos a la gran hazaña de la entrega generosa, de la pro-existencia al modo suyo, de su impulso excéntrico… vivir así, sin poder evitar todos nuestros miedos y temores, incluso el terror que a veces parece inutilizarnos y paralizar lo más sagrado, nos hace invencibles precisamente porque no pretende ninguna meta palpable y sabe asumirlo todo: sin renegar de nada, pero situándolo en las dimensiones que reclama el evangelio, en el horizonte abierto por Jesús cuando nos convoca a la comunión con Él y con su discipulado.
Hay un miedo inevitable, que es creador, enriquecedor y estimulador de lo mejor y más íntimo y sagrado, porque se vive como acicate y desafío a “los duros trabajos del evangelio”, que en realidad, y siguiendo los pasos de Jesús, son simplemente las consecuencias no queridas de vivir desde su sencillez y su entrega. Son la oposición o resistencia del “mundo” y la sociedad del mercado y la codicia a esa aparente quimera de la misericordia y la bondad, y a ese imperativo del perdón y del amor. Pero ese miedo, inevitable y constitutivo de nuestra fragilidad y nuestra pequeñez, es un miedo “que no puede darnos miedo”… es el simple reconocimiento y la confesión de nuestra insignificancia e impotencia, y con ello de la consciencia feliz de la necesidad que tenemos de Dios y de los otros; es el desbordamiento y la riqueza más allá de nosotros mismos en nuestra individualidad. Por ello es ese miedo enriquecedor, al que no debemos temer, la condición de posibilidad del seguimiento y la fuente de la audacia reclamada por Jesús, con la que Él mismo se identifica, a la que fiel y constantemente acompaña.
Porque, ¿cómo no va a darnos miedo lo imposible?, ¿cómo no temblar ante el desafío de la utopía cristiana? Pero, también: ¿cómo resistirse a la provocación de Jesús?, ¿cómo dudar de Él y su mensaje?, ¿cómo vacilar ante la convocatoria y la perspectiva que abre en nosotros, en la historia y en el universo? Dejarse llevar por el miedo es claudicar y caer en lo oscuro de la nada, en el vacío desconsolador e irremediable. Y con ello renunciar a nuestra persona y a la vida, renegar de nuestra identidad y pretender acallar nuestra voz más profunda ante el obstáculo más débil e insignificante: el de la incomprensión ajena y de las previsibles dificultades o la resistencia ya sabida y anunciada.
Por eso Jesús delicada y cariñosamente nos insiste y nos lo recuerda: No temáis al miedo, sino contad con él… pero que no os altere ni os desvíe; porque, de algún modo, es signo de fidelidad y de estar en la senda del evangelio, de formar parte de su comunidad escogida, de su rebaño, de su discipulado…
Resulta muy simple de decir, aunque sea esa sencillez el desafío tantas veces inquietante y molesto: “que la confianza venza al miedo”. Porque la intransigencia de quien sólo busca ser temido e imponerse por la fuerza (física, psíquica, ideológica, mediática…), como la del manipulador de conciencias ajenas y el gurú dictador, puede arrancar “confesiones” y obediencias no queridas, o asentimientos (como negaciones o renuncias) forzadas; pero que ni siquiera eso llegue a importarnos demasiado si el trayecto y el testimonio de nuestra vida es una siembra de delicadeza y de ternura, de servicio y de entrega, de misericordia y de perdón… ese mismo perdón divino ofrecido por Jesús a nuestra debilidad y a nuestra miseria hace que el miedo pueda siempre llegar a transformarse en consciencia plena, en libertad y… en una sonrisa…
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