UN DISCURSO PARA ACTUALIZAR  (Lc 6, 20-26)

UN DISCURSO PARA ACTUALIZAR  (Lc 6, 20-26)

No puede negarse que a primera vista el discurso de las Bienaventuranzas es un cúmulo de despropósitos no sólo difícil de admitir, sino incluso con una cierta sombra de inadmisible e intolerable.

Nadie en su sano juicio y con un mínimo de sensibilidad humana, de compromiso ético, y de compasión por el prójimo, puede defender la pobreza y el sufrimiento. Y, por otro lado, lo indigno de las situaciones en que las personas se convierten en víctimas de la desgracia por un motivo u otro, especialmente si proviene de la violencia causada por sus semejantes, hace que tampoco ese discurso venga a ser consuelo o llamada a la resignación.

Si el evangelio y la persona de Jesús postula algo con toda claridad y contundencia, de modo indiscutible e inexcusable, es la sacralidad de la persona humana y la profunda e insobornable categoría de su dignidad: ser hombre es estar llamado a una vida “divinizada”, y eso hace condenable todo comportamiento que coarte su libertad, le imponga una voluntad ajena, y desprecie o atente contra su integridad, su legítimo desarrollo autónomo o su vida.

Precisamente el escándalo provocado por Jesús es, por encima de todo, “endiosar” la humanidad; creyendo con ello los que le escuchaban desde una mentalidad religiosa, piadosa y “sagrada”, que rebajaba y profanaba al propio Dios.

¿Cómo, pues, proclamar dichosos a quienes no pueden ejercer su vida en este mundo con la dignidad debida, y son víctimas de lo que condena al dolor, a la amargura, a la tristeza, al abandono…? ¿Cómo un Jesús, que es liberador, puede proclamar afortunado al oprimido?

Es evidente que esa lectura no es adecuada, y que si el “discurso de las Bienaventuranzas” es realmente suyo; y, más aún, si es el pórtico o preámbulo de su anuncio del evangelio, tiene que decir algo muy distinto: ¿Qué?…

En resumen, algo sabido, siempre presentido y experimentado: los signos de prosperidad en nuestro mundo son equívocos. Y no hay nada, por negativo en apariencia que sea, ningún fracaso, que anule la dignidad real de la persona y la condene a no poder ser “divina”; porque eso, su vocación divina, la posee para siempre, es inextinguible y no puede suprimirla ni anularla nada ni nadie, la poseemos irrevocablemente y es fuente e impulso de la verdadera vida, que nos llegará irremisiblemente porque es voluntad de Dios.

Dicho esto, me permito añadir que considero que hoy día el discurso es inapropiado, poco pertinente y escasamente “pedagógico” para expresar lo que era y sigue siendo el anuncio y mensaje de Jesús sobre el sentido de la vida, la dimensión auténtica de nuestra persona, y el horizonte misterioso de la divinidad en que estamos inmersos, (y que tal vez en aquellos tiempos y en aquel momento pudiera decirse de esa manera). Hoy, sinceramente, no nos sirve, porque para conservar fielmente su verdad requiere demasiada “hermenéutica” y es más certero y comprensible decirlo de otro modo.

Indudablemente, Jesús hoy no emplearía esas palabras ni lo diría de esa forma… Hagamos, pues, el esfuerzo por entender bien sus palabras; y esforcémonos también por traducir al lenguaje nuestro el evangelio que él expresaba en ellas…

Hagámoslo especialmente con el testimonio de nuestra vida, que entonces, como fue en su caso, permitirá entenderlas bien, relativizarlas en su justa medida, y ser el verdadero y eficaz anuncio, la sincera y feliz Bienaventuranza

Un comentario

  1. Nines 15 febrero, 2025 en 08:11 - Responder

    No acabo de entender tu reflexión sobre las bienaventuranzas. Mi percepción ante ellas siempre ha sido de alegría y optimismo, un canto a realidades y objetivos diferente en la vida a los que se nos transmite en la sociedad, pero lo que leo aquí no muestra para nada ese aspecto. Seria interesante poder cambiar impresiones sobre esta lectura, igual la he interpretado erróneamente toda mi vida.
    Un abrazo.

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