NI CASTIGO NI AMENAZA (Mc 13, 24-32)
Los discursos escatológicos atribuidos a Jesús no pueden sembrar pánico ni angustia. No tienen como objetivo provocar ansiedad o miedo en quien se une al seguimiento confiando en él y en su evangelio. Mucho menos ser motivo de esos terrores apocalípticos y milenaristas, que surgen periódicamente a lo largo de la historia por influencia de visionarios y pregoneros que anuncian casi histéricamente la proximidad del último día como un fin del mundo catastrófico y amenazante.
Ese modo apocalíptico es un simple recurso literario para acentuar más su vertiente “destructora”, o clausuradora de la provisionalidad de este mundo, describiendo gráficamente su fragilidad e inconsistencia en términos espectaculares y, como diríamos hoy, “con todo el morbo posible…”. Pero el mensaje de Jesús acerca del final no es llamada a la desesperación y la angustia, al terror y al cataclismo universal; sino, muy al contrario, quiere ser convocatoria a la serenidad y a la paciencia, a saber leer los signos de los tiempos, a conservar la calma y la lucidez de quien conoce bien lo que es la vida, porque ha experimentado ya en esta realidad perecedera el aliento de lo definitivo y perenne, cuando ha recogido sabiamente la inspiración reveladora del propio Creador, hecha semilla eficaz ya germinada como promesa en nuestra propia persona.
Por eso dice Jesús que cualquier signo de consumación de este mundo es índice de que “se acerca nuestra liberación”; es decir, anuncio precursor de la plenitud definitiva, de llegar a su cumplimiento el plan creador divino y desvelarse del todo y para siempre su misterio.
Y no podemos olvidar que ese momento de solemne instauración de la trascendencia, superando límites de tiempo y espacio, lo experimenta cada persona en su propia muerte, sin necesidad de situarse en un horizonte de apocalipsis espantoso y trágico. Lo cual significa, considerado en sentido inverso, que nuestra vida está transida de esperanza, de coherencia y de sentido, cuando la experimentamos profunda y serenamente como una oportunidad de ir más allá de nosotros mismos, de anticipar con nuestra propia entrega ese futuro dichoso en el que, sin dejar de ser quienes somos, nos sumergiremos por fin en Dios y en su misterio, que es el nuestro…
En resumen, ni el previsible fin del mundo, ni nuestra propia muerte deben vivirse o pensarse como castigo o amenaza; sino como lo que simplemente es para toda persona sensata y con visión lúcida y coherente en la perspectiva marcada por Jesús y su evangelio: como el último momento de una provisionalidad que se sabe tal y no pretende lo imposible, pero que descubre en su finitud la semilla de lo infinito y lo eterno.
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