¡AY DE NOSOTROS!  (Mc 12, 38-44)

¡AY DE NOSOTROS!  (Mc 12, 38-44)

El halago, el reconocimiento de nuestros méritos, la concesión de honores, premios y medallas, forman parte de los estímulos personales que nos llevan al esfuerzo y espíritu de superación, a la competencia profesional y al compromiso en el desarrollo, progreso y perfeccionamiento de nuestra actividad y nuestra vida.

Es la propia sociedad, la comunidad humana, quien los promueve y adjudica como medio y signo de agradecimiento colectivo, y como fomento del progreso y de la implicación en objetivos comunes, que trascienden lo individual.

Sin embargo, como ocurre con tanta frecuencia y en terrenos tan diversos, muchas veces el protagonismo se nos convierte en objetivo, y nuestra imagen pública en la finalidad primordial de nuestro esfuerzo y de toda nuestra actividad, dando prioridad al éxito y al brillo de nuestra imagen sobre la simple y responsable satisfacción de colaborar con nuestra persona y con nuestras capacidades en la construcción de un mundo más humano.

Cuando el móvil de nuestros actos está ligado al triunfo, a la obtención del éxito, y al previsible reconocimiento y gratitud de los demás, sin dejar de ser legítimas nuestras aspiraciones, están, sin embargo, impregnadas de vanidad y de orgullo. Nuestras aspiraciones pueden ser sanas, pero son siempre peligrosas; corremos el riesgo de engreírnos y de considerarnos superiores al resto, situados en un escalón “superior”…

Del mismo modo, la complacencia ante los agasajos y honores, aun cuando vayan acompañados realmente de humildad y de un sincero reconocimiento de no ser más que nadie, ni estar por encima de nadie, son también casi siempre una verdadera “tentación”, que puede conducirnos a la autosuficiencia y a la autocomplacencia e incluso, insensiblemente, a minusvalorar a los demás y hasta a la prepotencia y el endiosamiento.

Se nos hace muy difícil practicar ese imperativo evangélico de rechazar primeros puestos y mirar y juzgar nuestra vida desde “los ojos del corazón”, en lugar de estar siempre cuantificando los logros del trabajo, las horas y el esfuerzo, hasta las limosnas y favores. Casi nos parece imposible asumir que no hay mayor mérito, premio o medalla, que el de vivir y trabajar con ahínco, feliz y apasionadamente,  no para triunfar, sino para construir un mundo solidario, justo y fraterno, poniendo en juego desinteresadamente todas nuestras capacidades, y sin rivalidades de escalafones, competencia por honores merecidos, u orgullo de triunfadores exitosos.

Y no se trata de no alegrarse por los éxitos de nuestro trabajo cuando beneficia a los demás y a la sociedad en general; o de repudiar los gestos de reconocimiento y gratitud que evidencian cómo la sociedad y el prójimo valoran nuestro trabajo; sino de no olvidar nuestra pequeñez e insignificancia. Porque buscar esos honores como objetivo es una auténtica tentación, que conduce insensiblemente a la soberbia y al orgullo, a la autosuficiencia y a minusvalorar a los demás. Y si nos dejamos llevar de ello (algo nada raro), ¡ay de nosotros!: porque significará que hemos dejado de ser personas, y de hermanos nos hemos convertido en rivales…

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