EXCESO DE CELO (Mc 9, 38-48)

EXCESO DE CELO (Mc 9, 38-48)

La intolerancia y el rechazo de todo planteamiento “religioso” distinto al propio, ha sido, desgraciadamente una constante en todas las religiones conocidas, particularmente en aquéllas en cuyo origen se encuentra una matriz nacionalista, étnica o de una cultura concreta. El cristianismo, heredero del judaísmo, no ha sido inmune a ese error y a esa actitud inhumana.

El “exceso de celo” en el comportamiento religioso y en la reflexión teológica no conduce más que a la intolerancia, al exclusivismo y al tristemente bien conocido fundamentalismo, fanático, condenatorio de todo lo que no se identifica con su modo de considerar “lo sagrado”, y con un comportamiento radical y acrítico, cuyas consecuencias son la violencia cruel y la llamada al exterminio de todo lo ajeno a su sectarismo.

Parece que haya en la psique humana y en el comportamiento colectivo una tendencia al “apasionamiento” y a imponerse a todo precio, que no es sino el falso subproducto de nuestra voluntad de verdad y de nuestro deseo de seguridad en las decisiones tomadas, sobre todo cuando éstas las consideramos centrales y decisivas en nuestra vida, y son las que pretendemos marquen nuestra identidad personal y regulen nuestro futuro individual y social.

Tal vez es el miedo a equivocarnos el que nos impulsa a ese exceso de celo, construyendo así inconscientemente una muralla inexpugnable ante cualquier posible y razonable cuestionamiento que nos pudiera hacer descubrir la debilidad y endeblez de nuestros argumentos y la falta de coherencia de nuestra vida. O el poco o nulo reconocimiento y la escasa fuerza de persuasión que hemos de tener en el foro público, dado nuestro “ensimismamiento” y sectarismo, escudándonos cínicamente en el funcionamiento de una sociedad que parece regirse exclusivamente por el automatismo de esa “mano invisible” afirmada, aceptada e incluso elogiada y defendida, con mayor o menos consciencia y con más o menos aplauso por nuestro comportamiento de rebaño…

Sin embargo, la desautorización y la condena, no sólo de todo fundamentalismo exclusivista y violento, sino de la simple competencia o rivalidad en ese espacio de “lo sagrado”, forma parte de lo nuclear del seguimiento de Jesús; es decir, del verdadero cristianismo. Las palabras del propio Jesús al respecto son inequívocas y contundentes: en el camino del ejercicio del amor y la bondad, el único que recorre él, no existe competencia ni rivalidad. Cualquiera que quiera invocar su nombre con la voluntad de hacer el bien al prójimo, cualquier buen samaritano, tiene su aprobación y su respaldo, aunque llegara a renegar de su mensaje o quisiera quedar al margen de su grupo “oficial” de seguidores.

A pesar de lo que la historia veterotestamentaria del “pueblo elegido” muestra, interpretando la revelación divina y esa “elección” suya como una especie de “patente de corso” para extirpar toda oposición y para pretender justificar lo injustificable: la crueldad e inhumanidad de condenar a la aniquilación y el exterminio a disidentes y “rivales”, considerándose santos vengadores de Dios, y únicos y exclusivos portadores de verdad, autorizados a condenas al resto y someterlo con bota de hierro; a pesar de esa visión sin duda satánica, pero presente hace veinte siglos (no entremos ahora a considerar su actual vigencia…), el rechazo absoluto y contundente de Jesús es ineludible; y el testimonio de su vida, culminando en su propio ajusticiamiento, convierte en blasfemia todo intento de imponer un criterio religioso como exclusivo y como pretexto de condena ajena, cuánto menos de ejercicio de violencia.

Eso, que constituye uno de los ejes fundamentales de su evangelio, debe servirnos siempre de advertencia frente a las actitudes y esfuerzo sectarios por afirmar y reivindicar protagonismo por parte de tantos colectivos que se proclaman no sólo cristianos, sino “los elegidos”, “los verdaderos”, los “auténticos” y exclusivos detentadores de la fidelidad y el discipulado.

A los discípulos les encarga, nos encarga, ser pregoneros justamente de ese espíritu abierto y no exclusivista, de esa actitud acogedora y sincera que agradece todo gesto liberador y bondadoso, transmisor de vida y ocasión de apertura a  la esperanza, viendo en él siempre la presencia del misterio divino y la actualización de su revelación, de su apertura a la salvación. Ése es su encargo.

La verdadera fidelidad y autenticidad comienza por no olvidar sus palabras y no encerrarse en la autocomplacencia y en la autosuficiencia. Tengámoslo siempre presente.

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