DECISIÓN Y DECISIONES (Jn 12, 20-33)

DECISIÓN Y DECISIONES (Jn 12, 20-33)

Casi todas las decisiones que tomamos habitualmente en nuestra vida, por importantes que nos parezcan (y aunque lo sean, según nuestras ideas y proyectos), y por dramatismo  con que nos las tomemos, son realmente bastante intrascendentes, y se resumen en que sus consecuencias nos acomoden o no, sean de nuestro agrado, y las juzguemos en retrospectiva como satisfactorias o inconvenientes, acertadas o no; resolviéndose así, simplemente, en proporcionarnos contento o descontento, según las expectativas que teníamos al tomarlas.

Así, uno se decide a reformar su casa, a redistribuir espacios y habitáculos, a emprender la sufrida y costosa tarea de permisos de obras, planos, obreros, materiales… y al concluir, probablemente, aún en el caso de encontrarse plenamente satisfecho del resultado, siempre se lamenta de algo olvidado o que debía haber hecho de otra manera… Y eso mismo es índice de lo relativo de aquella decisión que le supuso tantas cavilaciones, y ha de saber apreciarlo con humor…

¿No ponemos demasiadas expectativas en nuestras previsiones y decisiones materiales? Pretendemos tanta “perfección”, tal “ideal”, que nunca podemos luego sentirnos plenamente satisfechos… ¿No es todo ello una invitación a reírnos de nosotros mismos por ese ansia de control y de imposible perfección?

Naturalmente que hemos de actuar en general con la máxima previsión posible e intentar acomodar los resultados a nuestras necesidades y comodidades; pero nunca hemos de confiar absolutamente en nosotros y en nuestros cálculos; y lo realmente sabio es, tras haber procurado preverlo casi todo, no olvidar lo imposible de lo perfecto cuando somos nosotros quienes calculamos, y contar de antemano con esa futura constatación de nuestros límites para no sentirnos decepcionados, ni dramatizar entre quejidos y lamentos; sino, simplemente, apreciando la nueva realidad surgida por voluntad nuestra, pero siempre forzosamente provisional e imperfecta, adaptarnos gozosa y lúcidamente a ella, a nuestros nuevos límites, convirtiéndolos en fuente de ilusión renovada, de gozoso compartir, y de proyecto de futuro, de ese futuro que vamos forjando y que no depende sólo de nosotros, porque implica la atracción perenne de Dios sobre nuestra persona y nuestra vida en cualquier estado y condición.

Sin embargo, hay otra clase de decisiones que sí resultan vinculantes y definitivas en términos de resultado, porque ni se basan, ni buscan o pretenden objetivos en lo material de nuestra vida; sino que la comprometen íntegramente y en una perspectiva, aquí sí, de irrevocabilidad. Esas decisiones, las profundas y personales, marcan nuestra identidad y tienen el sello de lo incondicional y “para siempre”.

En ellas uno se juega la vida a riesgo de perderla, apuesta por la resurrección al precio de la cruz. Sólo cuando se es extremadamente lúcido, se pueden tomar: cuando uno es consciente de la radicalidad y el compromiso que suponen; cuando al afrontarlas se conoce y se padece el miedo auténtico, un sufrimiento irreprimible por las consecuencias que nos pueden acarrear si las juzgamos según los criterios de este mundo…

Esas decisiones son de tal calibre y tienen tanto calado en nuestra persona, que además de ser imprevisibles en sus consecuencias materiales y poseer una carga de sufrimiento y de renuncia que no pueden ocultar, ya que el horizonte en que se sitúan supera nuestra razón y nuestras fuerzas; se nos imponen de un modo tan evidente, si no queremos renunciar a nosotros mismos y a nuestros anhelos más profundos y al sentido en el que situamos nuestra existencia desde la confianza y la esperanza en Dios y en la vida de plenitud a la que nos convoca, que las hacemos libre y voluntariamente nuestras a pesar del escándalo y la provocación que parecen implicar. Y por eso van también unidas a nuestro deseo de evitarlas, a nuestra oración reclamando luz y fuerzas… oración, pues, no para evitarlas milagrosamente; sino para acudir a esa cita libremente, con la audacia y la firmeza de quien sabe quién lo espera en esa llamada a un encuentro que sabemos definitivo…

Por eso Jesús, tras expresar con toda intensidad, sinceridad y profundidad, cómo querría evitar la cruz, se decide sin ningún atisbo de duda a ella, consciente de que es ahí donde el Padre le va a mostrar lo culminante…

¿Queremos también nosotros llegar a la Pascua, a la Resurrección, allí donde nos cita Dios? ¿En la cruz?… Habría que decir aún más: ¿es que mirando a Jesús podemos llamar a la nuestra “cruz”?…

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