LA LLAMADA AL SEGUIMIENTO (Mc 1, 14-20)

LA LLAMADA AL SEGUIMIENTO (Mc 1, 14-20)

La llamada de Jesús no es, como tendemos a pensar, una llamada hecha a quien ya es “cristiano”, para pedirle algo especial, “algo más” (y entonces hablamos de “vocación”); sino que se dirige a todo el que acude a él expectante e inquieto por escuchar su palabra y compartir su vida, a ése que se acerca hasta él porque su anuncio le llega al corazón e intuye en él algo decisivo para vivir plenamente y con sentido. Y lo que le pide Jesús es, únicamente (¡nada menos!), que se sume al círculo de “comprometidos con su causa”. Por decirlo de una manera gráfica: Jesús no llama a Pedro, ya apóstol, para que sea Papa; sino que llama a Simón para que se transforme en Pedro… lo otro es cosa nuestra…

Todo “candidato” a ser cristiano se siente interpelado provocadoramente por Jesús; y cada uno debe plantearse cuál es su decisión de fidelidad a él y su compromiso de implicación en la instauración de su Reino, puesto que la llamada es personal, y se concreta en la recepción del Bautismo y la integración (consciente, responsable, libre y comprometida) en la Iglesia, su universal comunidad de discípulos.

Y es que, interpretar el llamamiento de Jesús en términos de “via mistica” o de “vocación religiosa” es completamente falso, y no tiene ningún apoyo real en su vida y su evangelio. No vamos a entrar en polémicas sobre lo justificado o no de buscar motivaciones evangélicas para tales actitudes, pero es indudable y evidente para cualquiera, que se trata únicamente de eso: de buscar motivaciones para decidirse por algo completamente al margen de la propuesta real y propia de Jesús cuando llama a integrarse en su discipulado y “construir” su iglesia.

Es lógica y comprensible la pretensión de legitimar una opción peculiar de vida, precisamente porque no obedece al patrón de vida que abierta y palmariamente reclama Jesús. Pero el que se encuentre una “legitimación” para tal opción no significa ni que sea una recomendación, ni mucho menos un ideal de vida cristiana. Dejémoslo en la devoción con todas sus peculiaridades y psicologías subyacentes. No tiene nada de extraño que determinados teólogos, y muchos cristianos ejemplares, desde hace siglos convergen en que si hubiera que extremar las cosas y caricaturizarlas, habría que decir que ésa (la de los claustros y clausuras) es “la más artificial y menos recomendable forma de “vivir el evangelio”, por austera y exigente que sea…

En el lenguaje hiperbólico de los evangelios, “dejarlo todo” no es buscar la radicalidad de unos “más perfectos” para formar un grupo selecto y amurallado, o para preparar el cuadro de dirigentes y autoridades de la futura institución eclesiástica. Se trata, simplemente, de exponer en toda su crudeza la radicalidad del evangelio, de la renuncia a uno mismo, de la propuesta del Reino de Dios, del cambio de perspectivas que forzosamente implica anteponer la voluntad de Dios a la nuestra, y que nos compromete a la pro-existencia, a vivir no sólo para nosotros y “los nuestros”, sino “para los demás”. Quien pasa de un mero “creer en Dios” al comprometido e imposible de tergiversar “seguir a Jesús”, ha de saber que asumir la encarnación de Dios y confesar que el Cristo Jesús es “el Hijo de Dios”, no es una ampliación de sus conocimientos e inquietudes teológicas, o una ocasión de “arrobamiento místico” que sume en una pasividad contemplativa (por mucho que tales dimensiones sean también un componente de esa experiencia de seguimiento); sino un sacramento de Dios para el prójimo, es decir, alguien que le hace cercana y palpable, realmente presente y experimentable en sus condiciones materiales de vida, la compasión, la misericordia y el perdón que el propio Jesús hace accesible a toda persona como manifestación irrevocable e inconfundible del amor de Dios y su voluntad creadora.

Continuando con ese tono hiperbólico, ése es el significado y el sentido de convertirnos, por la aceptación de su llamada, en “pescadores de hombres”. Ser signos eficaces de la presencia y acción de Dios en el mundo no es algo “ministerial”, reservado a un mundo clerical o de personas ordenadas para constituir un estamento dirigente en diversos grados y regir una institución sagrada; se trata de una responsabilidad “bautismal”, confiada a toda persona que no se conforma con “ser creyente”, sino que al contacto y encuentro con Jesús ha descubierto el verdadero horizonte de la realidad y de su propia persona, y ya no puede conformarse con menos. De la utopía humana ha hecho, gracias a Jesús, realidad divina… porque este Mesías, este Cristo, al reivindicarla la ha hecho posible y ya actual y presente.

¿Estás bautizado? Eso es “tener vocación”: ya has sido llamado y le has dado inicial respuesta. Sigue sus pasos… El resto es “invento” nuestro y no es tan importante…  

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