COMPARTIR A DIOS (Jn 1, 35-42)
La experiencia básica de la fe cristiana no es la de conocer, sino la de compartir. Lo que nos abre el contacto con Jesús no es un simple “saber por fin” dónde situar el misterio de Dios y así llegar a la plena manifestación de su revelación; sino una percepción profunda y vital, la más radical posible para nuestra persona, que nos transporta a lo que nos parece otro mundo: el suyo, que ahora es también nuestro, porque nos sumerge en él.
Acudir a él porque nos lo señala el profeta, porque lo intuimos como el Mesías, el que encarna las promesas hacia las que nos dirige la tendencia irreprimible que da esperanza y futuro a nuestra vida, nos lleva en primer lugar a descubrir su deseo de invitarnos, de que permanezcamos con él, su disponibilidad y afán de compartir su propia vida con nosotros, de incluirnos en su misterio que apunta a Dios…
Nuestra sincera y honrada inquietud por conocerlo, esa atracción que suscitó su paso a nuestro lado y que provocó un interrogante de ilusión y confianza inesperados, recibe por parte de él una acogida cordial y cariñosa, delicada y atrayente: “Venid y lo veréis…” Y al aceptarla agradecidos y felices, porque se ha convertido en deseo de su intimidad, en percepción de sintonía y complacencia mutua, en complicidad ilusionante y expectante; entonces, necesitamos quedarnos con él, reposar un instante en la serenidad de su vida y su persona, compartiendo su misterio, llenándonos de su fuerza y de su espíritu divino.
Y descubrimos tal abismo, que se resuelven nuestras dudas, sin por ello anular nuestros interrogantes; desaparece nuestro titubeo y nuestra indecisión; se cumplen nuestras expectativas más profundas, tan profundas que incluso nos asustaban y nos parecía una osadía el tenerlas, pues las llegamos a creer simples ilusiones… Ahora ya sólo podemos exclamar con asombro: “Hemos encontrado al Mesías”…
Porque esa inquietud que nos acompañaba desde el momento en que fuimos conscientes de nuestra propia indigencia y de las perspectivas tan chatas y mezquinas que nos ofrece la sociedad que nosotros mismos construimos; ese descontento de base respecto a los ejes que parecen dirigir todos nuestros esfuerzos, incluso los más altruistas y solidarios, dados los límites reales del desarrollo y del bienestar construidos sólo según nuestros conocimientos y deseos; esa insatisfacción que quedaba siempre como un poso amargo, aún después de haber contribuido con generosidad y entrega a intentar una mayor cooperación e igualdad; la lucidez de ver la distancia insalvable entre el proyecto de Dios para el mundo creado, y la realidad que construimos, y que nos lleva a calificar el reclamo de la fraternidad y del amor como “utópico y vano”; todo ello, frustración y decepción para tantos, al pasar sólo unas horas, ¡incluso un momento!, con Jesús, se nos transforma en seguridad y afirmación indudable de optimismo y de futuro infalible de dicha y plenitud; porque al estar con él, que se nos entrega en luz y transparencia, compartimos a Dios, y en ese abismo de misterio feliz, todo encuentra fundamento y horizonte.
Sí: el contacto y trato con él es compartir a Dios, “experiencia divina” y, con ello, divinización de nuestra propia persona. Es lo tan ansiado y tan inesperado; lo real más allá de lo caduco; la única vida digna…
Tras haber estado unas horas con él, podré tener que volver a mi propia vida, alejado inevitablemente de él; podrá desaparecer físicamente de mi lado, dejándome admirado y huérfano (y también “transfigurado”…); pero mi encuentro con él no solamente ha sido “algo decisivo” en mi vida; sino que ese encuentro ha decidido mi vida…
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